Aunque Fukuyama anunciara el fin de la historia tras la guerra fría, bien sabemos que no ha sido así. Los conflictos ideológicos, las guerras, han continuado sucediéndose tristemente durante los últimos treinta años. Ahora bien, lo que sí ha cambiado posiblemente es la manera en la que se está escribiendo esa historia, a través de los medios de comunicación de masas. Hemos comprobado como éstos han ido cada vez subsumiéndose más a la lógica del poder, desplazándose de los conflictos ciudadanos para protegerse más bajo la sombra de las instituciones. Los medios desinforman, no cabe duda, en materia de conflictos internacionales. Y lo hacen ocultando verdades, mostrando únicamente la información de uno de los contendientes y plegándose a los intereses económicos.
Fue quizás la guerra del Golfo uno de los primeros conflictos armados en los que se escenificó la gran mentira de la cobertura mediática. Dicha guerra se convirtió en un espectáculo televisivo, caracterizado por una estética de película de acción, con una garantía de serialidad que contribuía a mantener a los espectadores enganchados ante la pantalla televisiva. La contienda se convirtió en un simulacro no sólo por esos aspectos de similitud con la ficción, sino también porque en ella se emplearon todos los requisitos que convierten a la información suministrada por los medios en propaganda de guerra. El pentágono y el resto de instituciones de los países aliados comenzaron a comprobar que no era tan difícil ganarse a los periodistas, y éstos comenzaron a cubrir los conflictos bajo el auspicio de las tropas de sus países, convirtiéndose irremediablemente en propagandistas de sus acciones.
Generalmente, comenzó a verse la prohibición de entrada de los periodistas a los núcleos de batalla de los conflictos como algo normal, una medida de seguridad para los profesionales. Pero bajo esa cara se halla otra verdad incómoda, porque de esa manera se minimiza la capacidad exploratoria sobre el terreno del periodista y no es posible poner en cuestión el discurso hegemónico. No son pocos los casos documentados de periodistas que se dedican a esperar en sus hoteles a que les lleguen los telegramas informativos del gobierno o del ejército de turno, comunicando el número de bajas y las operaciones detalladas que se van a realizar. ¿Es eso periodismo? Evidentemente, si no se contrasta con otras fuentes, si no se investiga la versión del otro bando en cuestión, no.
El funcionalismo parece estar triunfando. Las ideas laswellianas de la necesidad de los gobiernos de usar a los medios de comunicación como instrumentos propagandísticos destinados a crear consensos y cohesión en la población ha ganado mucho el terreno al periodismo serio, riguroso y mínimamente imparcial. Por otro lado, con la obsesión de la actualidad, las informaciones sobre conflictos internacionales tienen al reduccionismo: las categorías buenos y malos se emplean sin pudor, bajo la inconciencia que supone no mostrar el contexto histórico del conflicto, las causas y consecuencias del mismo, fundamental para entender el comportamiento de los bandos implicados en el mismo.
Ante este desolador panorama, los más perjudicados son los ciudadanos, saturados con ideas, prejuicios y mentiras que no contribuyen más que a generar una visión fraccionaria y reduccionista de la realidad social. La pregunta es: ¿Se puede hacer algo por frenar los intereses de los medios? La respuesta no es sencilla, porque parece que los directivos de los mismos se hallan muy cómodos en sus posicionamientos mercantilistas. La competencia es feroz y salirse del discurso oficial puede ocasionar rápidamente la caída en las ventas. Las comisiones ofrecidas por las instituciones internacionales, el ofrecimiento de seguridad por parte de los ejércitos del propio país y la tendencia a ver al ejército nacional como más cercano. Son factores influyentes a la hora de abordar de una determinada manera las noticias.
Necesitamos volver a la idea del corresponsal como una especie de gurú con unos conocimientos inusitados de la zona de conflicto, donde debe residir de manera asidua. Los recortes económicos en los medios obligan a crear la figura de los corresponsales itinerantes: gente que va de aquí para allí, que pasa por varios países y no llega a comprender bien la realidad social de ninguno de ellos. Eso en un problema que cabe atajar. Defendemos la independencia de los periodistas, sí, pero ¿qué puede hacer un corresponsal si el director de su medio decide que es preferible mostrar una información directamente ofrecida por un ejército determinado o por el mismísimo Pentágono? Es la guerra que el buen periodismo debe librar.
domingo, 28 de febrero de 2010
La guerra por el periodismo
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