Febrero es un mes negro en el calendario de los universitarios (precisando: la última semana de enero y la primera de febrero). Los días transcurren nebulosos, turbios. El afuera se vuelve una categoría ontológica. El interior se nos descubre. Lo saludamos, hacía tiempo que no lo veíamos. [Cuando hablo del interior, hablo al nuestro, al humano, pero también a la habitación de casa, que convertimos en un refugio a prueba de bombas, una profunda caverna donde habita el silencio y la negritud más profunda]. Digo que nos reencontramos con nuestro interior porque la categoría de la vida normal se deja en suspenso durante la época de exámenes. En esos días, tan sólo existen los apuntes, el café (bendito café) y el escritorio (el de casa o el de la biblioteca).
Forzados a una concentración a la que le habíamos perdido la costumbre (la sociedad de consumo y las prisas no dan tregua para ejercitar el noble arte de la meditación), quizás sea en esta época del año en la que más aprendamos de nosotros mismos. Nos conocemos mejor, dedicamos tiempo, casi sin quererlo, a reflexionar sobre nuestra trayectoria vital, lo que hemos sido hasta ese momento. No nos vayamos a confundir: no todo el tiempo que pasamos sentados frente al escritorio es tiempo hábil de estudio (¡acabaríamos trastornados!). Todos sabemos que llega un punto en el que la mente decide abandonarnos por unos minutos (a veces horas) para divagar. Ella también necesita sus vacaciones, faltaría menos.
Es en ese momento cuando comienzan los flashbacks. Está constatada la capacidad de olvido que tiene la mente humana, pero ahí nos damos cuenta de que, en realidad, recordamos más cosas de las que creíamos. Se suceden instantáneas que nos parecían desterradas: la película de nuestros años se cierne ante la mente. Algunos hechos nos provocan alegría o nostalgia, pero la mayoría de las veces (la mente es así de cabrona), sobrevienen acontecimientos que más bien quisiéramos poder suprimir. Si fuéramos ordenadores, le daríamos a la tecla, no cabría duda. Pero no lo somos. Por suerte o por desgracias. Quizás, con esos sucesos bochornosos que hemos vivido a lo largo de nuestros días, la mente nos quiere decir algo. (Aunque a lo mejor, sólo es su estrategia para lograr que dejemos de una vez por todas de marearla con eso de tanto estudiar).
Alumbran viejas amistades, quizás viejos amores. Sandeces de una vida pasada que hoy no volveríamos a repetir. O quizás sí. Besos furtivos, besos que nunca fueron o lágrimas por una causa perdida. Qué más da. Llegamos a la conclusión –es nuestro mecanismo de volver a la realidad de una vez por todas- de que más vale olvidar. Que no vale la pena remover, que lo pasado, pasado está. Miraremos el reloj, nos daremos cuenta de que el examen ya está llamando a las puertas, y nos obligaremos a volver a la realidad. Cuando todo acabe, la segunda semana de febrero, de nuevo diremos adiós a la mente y a sus reflexiones. Y volveremos a las prisas y la evasión continua. Dice Bauman que nuestro mecanismo es estar continuamente haciendo cosas (por muy estúpidas que sean: por ejemplo, ver la televisión), con tal de no pensar en la inevitabilidad de la muerte. Quizás tenga razón.
A lo mejor tenemos demasiado olvidada la capacidad de pensar, la memoria y sus frutos. Puede que si todos la ejercitáramos un poco más, y en vez de al culto del cuerpo dedicáramos tiempo a la gimnasia mental (gimnasia revolucionaria donde las haya), algunos problemas se nos tornaran de más fácil solución, y el diálogo alumbrara verdaderamente como síntoma de una sociedad saludable. ¿O es que nos da pereza?
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