lunes, 8 de febrero de 2010

Cómo acabar con la dominación de una vez por todas

Desde que el mundo es mundo, la sociedad se divide en dominadores y dominados. Los primeros ejercen la dominación apropiándose de los excedentes y determinando su distribución aleatoriamente. Para ello, el poder es determinante, un elemento de filtración: los que tienen poder dominan a los que no tienen en una relación de subordinación. ¿Cómo dominar? La promesa de salvación ha sido siempre un elemento fundamental, unido a la satisfacción del deseo, que, como ya se sabe, es infinito. La religión, una de las primeras entidades dominadoras, explotó (y explota) el miedo a la muerte: asegurando que la salvación pasaba por llevar una vida de subordinación, alejada del pecado, la Iglesia consiguió ejercer la dominación sobre la humanidad durante siglos, postergando la satisfacción del deseo para después de la muerte.

Sin embargo, con la aparición de los primeros movimientos sociales, las promesas religiosas fueron desvaneciéndose. La revolución francesa abrió el campo de otro tipo de relato de salvación: el que prometía el gozo y la libertad una vez acometida la revolución. Lo mismo ocurrió con la aparición del socialismo, viéndose sus frutos en la revuelta rusa de 1917. En ambos casos, una forma de dominación (la de la monarquía absoluta primero y la de los zares después) fue exterminada. Sin embargo, las revoluciones no consiguieron satisfacer el deseo que prometían y la vieja situación fue suplantada por otra forma de autoritarismo: la de la república burguesa en el primer caso, o el de la dictadura del proletariado en la segunda.

El último paso de todo ese proceso nos llevaría, una vez triunfante el capitalismo en todo el mundo, con el derrumbamiento del telón de acero, a la despolitización de la promesa. La sociedad de consumo actual mantiene la dominación mediante una promesa perpetua de que hay que disfrutar el ahora. La lógica del carpe diem desplaza a las viejas promesas: ya no hay que esperar al triunfo de la revolución o a llegar al paraíso para disfrutar. La espera, por lo tanto, se convierte en innecesaria: una rémora del desarrollo a la que el capitalismo se opone diametralmente. Lo que el actual sistema económico permite es la desaparición de los tiempos de espera, y ésta se vuelve ahora improducente, por lo que cabe evitarla a toda costa. Aplicada esta lógica al día a día, tenemos como resultado una sociedad que compra compulsivamente, que necesita saciar sus deseos continuos en el momento exacto en el que se producen, que no es capaz de someterse a una mera dilación para sentirse satisfecha.

Como el deseo es infinito y nunca se sacia, el consumo lleva a más consumo, irremediablemente, y la austeridad no es afín a los intereses del sistema. Como consecuencia, nos endeudamos a la mínima, sin ser conscientes de lo que ello conlleva: queremos esa moto, ese coche de última generación, esa casa. Elementos que, aunque no nos podamos permitir, pueden ser nuestros gracias a la magia del crédito rápido y los préstamos bancarios. He ahí una de las principales causas de la actual crisis económica: la mentalidad del gasto más que ingreso porque me lo merezco (sic).

¿Qué queda ante todos esos fracasos de salvación? El decrecimiento, vías alternativas que no impliquen el sometimiento a una moral absoluta y universal. El comunismo libertario, por ejemplo, que no implica la subordinación ni hace promesa alguna más que una vida conforme a las necesidades de cada uno, porque suprime el poder y, con ello, a los poderosos. Porque las necesidades hoy son creadas por ese monstruo feroz llamado capitalismo y que cabe derrotar. Como ya señaló Marx, los procesos de naturalización o cosificación se empeñan en convertir en naturales aspectos del ser humano que no han sido sino creados por las fuerzas dominadoras de la sociedad. Fuerzas que se han erigido como tales mediante mecanismos de violencia (física o simbólica), convirtiendo al ser humano en objeto manipulable bajo las instancias del poder. Un poder que siempre será poder (sea ejercido por la Iglesia, el Führer, el caudillo o Stalin) y, por lo tanto, tendrá un único objetivo: la dominación.

Ante esta dialéctica, sólo cabe proclamar la libertad de las mujeres y los hombres de decidir su porvenir, sin más condicionantes externos que los de su medio natural más cercano, rechazando el sometimiento, sea cual sea su rostro (mismos perros con diferentes collares). Recomiendo, como buen ejemplo, la película La Ola, que escenifica a la perfección como mediante la promesa de salvación la masa puede sentirse atraída por algo que le empuje a la dominación sobre otros seres humanos. Defendamos la moral individual, creada por cada cual en relación con su entorno, y paremos la máquina capitalista que nos fuerza a alienarnos del lado del consumo y los designios de las fuerzas que ostentan el poder. Creamos de una vez por todas en las capacidades del ser humano, en su bondad natural y en el espíritu de autodeterminación personal. ¿Por qué no?

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