Aunque Fukuyama anunciara el fin de la historia tras la guerra fría, bien sabemos que no ha sido así. Los conflictos ideológicos, las guerras, han continuado sucediéndose tristemente durante los últimos treinta años. Ahora bien, lo que sí ha cambiado posiblemente es la manera en la que se está escribiendo esa historia, a través de los medios de comunicación de masas. Hemos comprobado como éstos han ido cada vez subsumiéndose más a la lógica del poder, desplazándose de los conflictos ciudadanos para protegerse más bajo la sombra de las instituciones. Los medios desinforman, no cabe duda, en materia de conflictos internacionales. Y lo hacen ocultando verdades, mostrando únicamente la información de uno de los contendientes y plegándose a los intereses económicos.
Fue quizás la guerra del Golfo uno de los primeros conflictos armados en los que se escenificó la gran mentira de la cobertura mediática. Dicha guerra se convirtió en un espectáculo televisivo, caracterizado por una estética de película de acción, con una garantía de serialidad que contribuía a mantener a los espectadores enganchados ante la pantalla televisiva. La contienda se convirtió en un simulacro no sólo por esos aspectos de similitud con la ficción, sino también porque en ella se emplearon todos los requisitos que convierten a la información suministrada por los medios en propaganda de guerra. El pentágono y el resto de instituciones de los países aliados comenzaron a comprobar que no era tan difícil ganarse a los periodistas, y éstos comenzaron a cubrir los conflictos bajo el auspicio de las tropas de sus países, convirtiéndose irremediablemente en propagandistas de sus acciones.
Generalmente, comenzó a verse la prohibición de entrada de los periodistas a los núcleos de batalla de los conflictos como algo normal, una medida de seguridad para los profesionales. Pero bajo esa cara se halla otra verdad incómoda, porque de esa manera se minimiza la capacidad exploratoria sobre el terreno del periodista y no es posible poner en cuestión el discurso hegemónico. No son pocos los casos documentados de periodistas que se dedican a esperar en sus hoteles a que les lleguen los telegramas informativos del gobierno o del ejército de turno, comunicando el número de bajas y las operaciones detalladas que se van a realizar. ¿Es eso periodismo? Evidentemente, si no se contrasta con otras fuentes, si no se investiga la versión del otro bando en cuestión, no.
El funcionalismo parece estar triunfando. Las ideas laswellianas de la necesidad de los gobiernos de usar a los medios de comunicación como instrumentos propagandísticos destinados a crear consensos y cohesión en la población ha ganado mucho el terreno al periodismo serio, riguroso y mínimamente imparcial. Por otro lado, con la obsesión de la actualidad, las informaciones sobre conflictos internacionales tienen al reduccionismo: las categorías buenos y malos se emplean sin pudor, bajo la inconciencia que supone no mostrar el contexto histórico del conflicto, las causas y consecuencias del mismo, fundamental para entender el comportamiento de los bandos implicados en el mismo.
Ante este desolador panorama, los más perjudicados son los ciudadanos, saturados con ideas, prejuicios y mentiras que no contribuyen más que a generar una visión fraccionaria y reduccionista de la realidad social. La pregunta es: ¿Se puede hacer algo por frenar los intereses de los medios? La respuesta no es sencilla, porque parece que los directivos de los mismos se hallan muy cómodos en sus posicionamientos mercantilistas. La competencia es feroz y salirse del discurso oficial puede ocasionar rápidamente la caída en las ventas. Las comisiones ofrecidas por las instituciones internacionales, el ofrecimiento de seguridad por parte de los ejércitos del propio país y la tendencia a ver al ejército nacional como más cercano. Son factores influyentes a la hora de abordar de una determinada manera las noticias.
Necesitamos volver a la idea del corresponsal como una especie de gurú con unos conocimientos inusitados de la zona de conflicto, donde debe residir de manera asidua. Los recortes económicos en los medios obligan a crear la figura de los corresponsales itinerantes: gente que va de aquí para allí, que pasa por varios países y no llega a comprender bien la realidad social de ninguno de ellos. Eso en un problema que cabe atajar. Defendemos la independencia de los periodistas, sí, pero ¿qué puede hacer un corresponsal si el director de su medio decide que es preferible mostrar una información directamente ofrecida por un ejército determinado o por el mismísimo Pentágono? Es la guerra que el buen periodismo debe librar.
domingo, 28 de febrero de 2010
lunes, 22 de febrero de 2010
Dosis de violencia
Hoy en día, la violencia es una lacra inherente a la realidad cotidiana de nuestra sociedad. Nos levantamos viendo guerras, masticamos más violencia durante la comida y nos acostamos después de unas cuantas dosis más de la misma. Casi toda la violencia explícita nos llega a través de los medios de comunicación, sobre todo, por la televisión, porque en ella, por el hecho de mostrar audio y video, la guerra se hace más cruda, más verdadera. En definitiva, el crimen, las pasiones, son consumidas a diario en la sociedad actual, y la violencia es asimilada por sus componentes, de manera prácticamente indolora. La cuestión es: ¿contribuye esta asimilación a la imitación, a la rutinización o a un mayor rechazo hacia la violencia? En estas líneas trataremos de defender la no censura de la violencia en los medios como un paso hacia su mayor comprensión.
Claro está que no podemos tomar por igual consideración la violencia que emana de las películas o series de televisión que la de los informativos. En el primer caso, la violencia se circunscribe en un formato de entretenimiento, lo que implica que el espectador sabrá identificar la ficción televisiva y no trascender las dosis violentas a una realidad muy alejada. Y lo decimos de manera categórica porque pensamos que, si realmente nos preocupamos por la raza humana y defendemos su libertad, no es posible pensar que nuestras conductas son tan fácilmente moldeables como lo puedan ser las ratas de laboratorio. Es imposible, y siglos de filosofía han demostrado que la razón y la voluntad del ser humano son superiores a los meros condicionantes externos. Cualquier mensaje que recibamos transcurre por un proceso de análisis, de identificación y de interpretación. De lo contrario, daríamos la razón a los conductivistas funcionalistas, cuya misión no ha sido otra que la utilización de los medios como armas de propaganda.
Siendo los textos interpretados y los seres humanos interpretadores, capaces de discernir sobre el mal y el bien, no podemos responsabilizar únicamente a los medios de comunicación de los posibles brotes de violencia que puedan surgir esporádicamente en la sociedad. Si los informativos muestran violencia, es porque ésta preexiste en el mundo. Como transmisores de la realidad, no se les puede pedir que censuren los actos violentos –aunque sí que limiten la frontera que separa los hechos verídicos del sensacionalismo gratuito-, porque si así fuera estaríamos coartando la libertad de expresión, el derecho de todas y todos a conocer lo que está pasando en el mundo. Y esa es precisamente la función de los medios. De forma similar ocurre con la violencia en los programas de entretenimiento. Dicho de otro modo, la presencia de la violencia es un hecho en las sociedades contemporáneas. Suprimirla de los medios de comunicación por decreto ley es mirar hacia otro lado en la problemática en cuestión, censurar una parte de nuestra cruda realidad.
Si verdaderamente deseamos atajar los efectos de la violencia social, quizás sea el momento de examinar detenidamente el por qué ésta se halla incrustada en la cotidianidad. Por qué anualmente tantas personas se suicidan, matan a su pareja, a sus padres o al tipo que les debía dinero. A este respecto, nos sacuden una serie de preguntas que se responden solas: ¿Acaso nuestra sociedad no se fundamenta en un sistema económico basado en la competencia desmesurada y el éxito? ¿No es verdad que el darwinismo social –la doctrina de “sólo los más fuertes sobreviven”- se ha acabado imponiendo, copando todos los aspectos de nuestra vida? ¿No es el capitalismo un caldo de cultivo de la insolidaridad y el individualismo?
Fijémonos bien, porque podremos llegar a la conclusión de que la dinámica de cambios rápidos impuesta por el consumo desaforado impide que podamos obtener referentes para construir nuestra identidad. Y, sin ellos, nuestra identidad es una identidad a la deriva, donde el compromiso desaparece y nadie sabe qué pasará mañana. Nos podremos quedar sin trabajo, sin casa, sin nada. En esa dinámica, la esquizofrenia se convierte en una de las enfermedades por excelencia del siglo XXI. En este punto cabe retornar a nuestra tesis principal, que defiende la presencia de la violencia en los medios (mientras ésta trate de reflejar la realidad). Una sociedad sana no será aquella que trate de ocultar la esquizofrenia de sus miembros, sino aquella que realmente busque medidas para atajarla.
Claro está que no podemos tomar por igual consideración la violencia que emana de las películas o series de televisión que la de los informativos. En el primer caso, la violencia se circunscribe en un formato de entretenimiento, lo que implica que el espectador sabrá identificar la ficción televisiva y no trascender las dosis violentas a una realidad muy alejada. Y lo decimos de manera categórica porque pensamos que, si realmente nos preocupamos por la raza humana y defendemos su libertad, no es posible pensar que nuestras conductas son tan fácilmente moldeables como lo puedan ser las ratas de laboratorio. Es imposible, y siglos de filosofía han demostrado que la razón y la voluntad del ser humano son superiores a los meros condicionantes externos. Cualquier mensaje que recibamos transcurre por un proceso de análisis, de identificación y de interpretación. De lo contrario, daríamos la razón a los conductivistas funcionalistas, cuya misión no ha sido otra que la utilización de los medios como armas de propaganda.
Siendo los textos interpretados y los seres humanos interpretadores, capaces de discernir sobre el mal y el bien, no podemos responsabilizar únicamente a los medios de comunicación de los posibles brotes de violencia que puedan surgir esporádicamente en la sociedad. Si los informativos muestran violencia, es porque ésta preexiste en el mundo. Como transmisores de la realidad, no se les puede pedir que censuren los actos violentos –aunque sí que limiten la frontera que separa los hechos verídicos del sensacionalismo gratuito-, porque si así fuera estaríamos coartando la libertad de expresión, el derecho de todas y todos a conocer lo que está pasando en el mundo. Y esa es precisamente la función de los medios. De forma similar ocurre con la violencia en los programas de entretenimiento. Dicho de otro modo, la presencia de la violencia es un hecho en las sociedades contemporáneas. Suprimirla de los medios de comunicación por decreto ley es mirar hacia otro lado en la problemática en cuestión, censurar una parte de nuestra cruda realidad.
Si verdaderamente deseamos atajar los efectos de la violencia social, quizás sea el momento de examinar detenidamente el por qué ésta se halla incrustada en la cotidianidad. Por qué anualmente tantas personas se suicidan, matan a su pareja, a sus padres o al tipo que les debía dinero. A este respecto, nos sacuden una serie de preguntas que se responden solas: ¿Acaso nuestra sociedad no se fundamenta en un sistema económico basado en la competencia desmesurada y el éxito? ¿No es verdad que el darwinismo social –la doctrina de “sólo los más fuertes sobreviven”- se ha acabado imponiendo, copando todos los aspectos de nuestra vida? ¿No es el capitalismo un caldo de cultivo de la insolidaridad y el individualismo?
Fijémonos bien, porque podremos llegar a la conclusión de que la dinámica de cambios rápidos impuesta por el consumo desaforado impide que podamos obtener referentes para construir nuestra identidad. Y, sin ellos, nuestra identidad es una identidad a la deriva, donde el compromiso desaparece y nadie sabe qué pasará mañana. Nos podremos quedar sin trabajo, sin casa, sin nada. En esa dinámica, la esquizofrenia se convierte en una de las enfermedades por excelencia del siglo XXI. En este punto cabe retornar a nuestra tesis principal, que defiende la presencia de la violencia en los medios (mientras ésta trate de reflejar la realidad). Una sociedad sana no será aquella que trate de ocultar la esquizofrenia de sus miembros, sino aquella que realmente busque medidas para atajarla.
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martes, 16 de febrero de 2010
¿Por qué no igualar los salarios?
En cierta ocasión, un compañero –fanático futbolístico, todo hay que decirlo- me dijo que la ausencia de impuestos a los futbolistas era una medida positiva porque atraía a los mejores del mundo y creaba riqueza para el país. Me quedé a cuadros. Si el salario multimillonario de Cristiano Ronaldo me beneficia a mí en algo que me lo expliquen. ¿A quien puede generar riqueza los sueldos de las estrellas, el de aquellos que ganan lo que no ganará un obrero en toda su vida, siendo su producción y su esfuerzo bastante mayor? No sé si mi indignación estará justificada, pero es que no acabo de entender como muchos no acaban de abrir los ojos (en un país sumido en una grave crisis económica, con millones de trabajadores en el paro) ante la injusticia de los salarios. ¿Qué iluso decretó la abolición de las clases? ¿Acaso no siguen perteneciendo los futbolistas, los artistas y los políticos –entre otros- a las “altas esferas”?
Los economistas toman por máxima irreprochable que ciertas tareas deben implicar mayores sueldos que otras. La tesis que defiendo se opone a esa afirmación. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que, como decía Proudhon, «la desigualdad de facultades es la condición sine qua non de la igualdad de las fortunas». El artista, el médico, el arquitecto o el hombre de Estado son apreciados en razón de un supuesto mérito superior al resto de trabajadores, y este mérito dilapida toda igualdad entre ellos y las demás profesiones. Ante las manifestaciones elevadas de la ciencia y el genio, desaparece la igualdad. Estamos en la sociedad del mérito, de la comparación, del llegar a lo más alto pisando a los otros. Y así nos va.
Uno de los argumentos que suelen utilizar los defensores de la desigualdad de salarios es que los que han estudiado tienen que cobrar más, lo cual no deja de ser una contradicción. Si estudiamos, no debería ser por lograr un mayor salario en el futuro, sino por ejercitarnos en la tarea que más nos complazca. Pero resulta que la carencia de lógica se aplica en cuestión de profesiones. Las carreras de humanidades, las que resultan “poco productivas”, son escogidas por estudiantes que generalmente aspiran a trabajar en algo que les motive de verdad, pero mucho les costará encontrar trabajo bien remunerado. En cambio, los estudiantes de económicas o ciencias, muchas veces motivados por un ansia de dinero fácil, por la ambición y una vida acomodada, verán en los estudios un mero puente aburrido aunque necesario para lograr sus planes de futuro. Es así como se convertirán en los próximos dominadores, situándose en la cúspide de los salarios altos.
Lo triste es que el hecho de trabajar en lo que realmente nos satisfaga se contemple como algo utópico en una sociedad que ve la competitividad de los seres humanos como algo natural. Pero en realidad, esa competencia continuada no es sino la causa de muchos de los males que ahora nos azotan. El ansia de poder, la desigualdad, la poca solidaridad entre personas, la pérdida de humanidad. Son lastres generados por el darwinismo social contemporáneo.
Y es que, mientras el médico o el funcionario producen poco y tarde, la producción del obrero es más constante y sólo requiere el transcurso de los años. Además, es un error el considerar más útil la función del médico o la del economista al del trabajador de una fábrica de montaje. Sin la labor de este último, no nos llegarían los alimentos, ni tampoco los vestidos, que requerimos para la vida diaria. Por otro lado, no se tiene en cuenta tampoco, bajo el sistema actual, el hecho de que el talento y la ciencia de una persona es el producto de la inteligencia universal, acumulada por multitud de sabios. Todos los trabajadores están asociados, ninguna labor es independiente de otra, porque todos precisamos de la producción que se realiza en diferentes labores. El conocimiento no debería determinar los honorarios, sino un equilibrio entre éste, el esfuerzo realizado y la utilidad del producto producido.
De ahí deducimos que, si el sueldo del obrero descualificado aumentara, y el del funcionario o ministro decreciera, hasta llegar a un equilibrio normal, incluso llegándose a equiparar, no sólo desaparecería la desigualdad, sino que seguramente aumentarían los puestos de trabajo, los subsidios o las ayudas sociales. La pregunta es: ¿realmente están algunos dispuestos a reducir su salario y poner en peligro su pertenencia a las altas esferas? ¿Acaso el ministro debe cobrar más que el carpintero, cuando éste último produce mucho más y su labor es seguramente de mayor utilidad? ¿Por qué un futbolista cobra millones, y un abogado medio, que defiende a las personas ante la justicia, no le llega ni a la suela de los zapatos en cuestión de salario?
Quizás así, los políticos no se moverían tanto por el ansia de poder y el interés como por una necesidad real de querer el bien de la comunidad. Algo funciona mal, la riqueza del país no se está distribuyendo de manera igualitaria. Y ninguna sociedad será libre si la igualdad, la equidad y la justicia no florecen en todos los campos y en todos los rincones.
Los economistas toman por máxima irreprochable que ciertas tareas deben implicar mayores sueldos que otras. La tesis que defiendo se opone a esa afirmación. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que, como decía Proudhon, «la desigualdad de facultades es la condición sine qua non de la igualdad de las fortunas». El artista, el médico, el arquitecto o el hombre de Estado son apreciados en razón de un supuesto mérito superior al resto de trabajadores, y este mérito dilapida toda igualdad entre ellos y las demás profesiones. Ante las manifestaciones elevadas de la ciencia y el genio, desaparece la igualdad. Estamos en la sociedad del mérito, de la comparación, del llegar a lo más alto pisando a los otros. Y así nos va.
Uno de los argumentos que suelen utilizar los defensores de la desigualdad de salarios es que los que han estudiado tienen que cobrar más, lo cual no deja de ser una contradicción. Si estudiamos, no debería ser por lograr un mayor salario en el futuro, sino por ejercitarnos en la tarea que más nos complazca. Pero resulta que la carencia de lógica se aplica en cuestión de profesiones. Las carreras de humanidades, las que resultan “poco productivas”, son escogidas por estudiantes que generalmente aspiran a trabajar en algo que les motive de verdad, pero mucho les costará encontrar trabajo bien remunerado. En cambio, los estudiantes de económicas o ciencias, muchas veces motivados por un ansia de dinero fácil, por la ambición y una vida acomodada, verán en los estudios un mero puente aburrido aunque necesario para lograr sus planes de futuro. Es así como se convertirán en los próximos dominadores, situándose en la cúspide de los salarios altos.
Lo triste es que el hecho de trabajar en lo que realmente nos satisfaga se contemple como algo utópico en una sociedad que ve la competitividad de los seres humanos como algo natural. Pero en realidad, esa competencia continuada no es sino la causa de muchos de los males que ahora nos azotan. El ansia de poder, la desigualdad, la poca solidaridad entre personas, la pérdida de humanidad. Son lastres generados por el darwinismo social contemporáneo.
Y es que, mientras el médico o el funcionario producen poco y tarde, la producción del obrero es más constante y sólo requiere el transcurso de los años. Además, es un error el considerar más útil la función del médico o la del economista al del trabajador de una fábrica de montaje. Sin la labor de este último, no nos llegarían los alimentos, ni tampoco los vestidos, que requerimos para la vida diaria. Por otro lado, no se tiene en cuenta tampoco, bajo el sistema actual, el hecho de que el talento y la ciencia de una persona es el producto de la inteligencia universal, acumulada por multitud de sabios. Todos los trabajadores están asociados, ninguna labor es independiente de otra, porque todos precisamos de la producción que se realiza en diferentes labores. El conocimiento no debería determinar los honorarios, sino un equilibrio entre éste, el esfuerzo realizado y la utilidad del producto producido.
De ahí deducimos que, si el sueldo del obrero descualificado aumentara, y el del funcionario o ministro decreciera, hasta llegar a un equilibrio normal, incluso llegándose a equiparar, no sólo desaparecería la desigualdad, sino que seguramente aumentarían los puestos de trabajo, los subsidios o las ayudas sociales. La pregunta es: ¿realmente están algunos dispuestos a reducir su salario y poner en peligro su pertenencia a las altas esferas? ¿Acaso el ministro debe cobrar más que el carpintero, cuando éste último produce mucho más y su labor es seguramente de mayor utilidad? ¿Por qué un futbolista cobra millones, y un abogado medio, que defiende a las personas ante la justicia, no le llega ni a la suela de los zapatos en cuestión de salario?
Quizás así, los políticos no se moverían tanto por el ansia de poder y el interés como por una necesidad real de querer el bien de la comunidad. Algo funciona mal, la riqueza del país no se está distribuyendo de manera igualitaria. Y ninguna sociedad será libre si la igualdad, la equidad y la justicia no florecen en todos los campos y en todos los rincones.
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lunes, 8 de febrero de 2010
Cómo acabar con la dominación de una vez por todas
Desde que el mundo es mundo, la sociedad se divide en dominadores y dominados. Los primeros ejercen la dominación apropiándose de los excedentes y determinando su distribución aleatoriamente. Para ello, el poder es determinante, un elemento de filtración: los que tienen poder dominan a los que no tienen en una relación de subordinación. ¿Cómo dominar? La promesa de salvación ha sido siempre un elemento fundamental, unido a la satisfacción del deseo, que, como ya se sabe, es infinito. La religión, una de las primeras entidades dominadoras, explotó (y explota) el miedo a la muerte: asegurando que la salvación pasaba por llevar una vida de subordinación, alejada del pecado, la Iglesia consiguió ejercer la dominación sobre la humanidad durante siglos, postergando la satisfacción del deseo para después de la muerte.
Sin embargo, con la aparición de los primeros movimientos sociales, las promesas religiosas fueron desvaneciéndose. La revolución francesa abrió el campo de otro tipo de relato de salvación: el que prometía el gozo y la libertad una vez acometida la revolución. Lo mismo ocurrió con la aparición del socialismo, viéndose sus frutos en la revuelta rusa de 1917. En ambos casos, una forma de dominación (la de la monarquía absoluta primero y la de los zares después) fue exterminada. Sin embargo, las revoluciones no consiguieron satisfacer el deseo que prometían y la vieja situación fue suplantada por otra forma de autoritarismo: la de la república burguesa en el primer caso, o el de la dictadura del proletariado en la segunda.
El último paso de todo ese proceso nos llevaría, una vez triunfante el capitalismo en todo el mundo, con el derrumbamiento del telón de acero, a la despolitización de la promesa. La sociedad de consumo actual mantiene la dominación mediante una promesa perpetua de que hay que disfrutar el ahora. La lógica del carpe diem desplaza a las viejas promesas: ya no hay que esperar al triunfo de la revolución o a llegar al paraíso para disfrutar. La espera, por lo tanto, se convierte en innecesaria: una rémora del desarrollo a la que el capitalismo se opone diametralmente. Lo que el actual sistema económico permite es la desaparición de los tiempos de espera, y ésta se vuelve ahora improducente, por lo que cabe evitarla a toda costa. Aplicada esta lógica al día a día, tenemos como resultado una sociedad que compra compulsivamente, que necesita saciar sus deseos continuos en el momento exacto en el que se producen, que no es capaz de someterse a una mera dilación para sentirse satisfecha.
Como el deseo es infinito y nunca se sacia, el consumo lleva a más consumo, irremediablemente, y la austeridad no es afín a los intereses del sistema. Como consecuencia, nos endeudamos a la mínima, sin ser conscientes de lo que ello conlleva: queremos esa moto, ese coche de última generación, esa casa. Elementos que, aunque no nos podamos permitir, pueden ser nuestros gracias a la magia del crédito rápido y los préstamos bancarios. He ahí una de las principales causas de la actual crisis económica: la mentalidad del gasto más que ingreso porque me lo merezco (sic).
¿Qué queda ante todos esos fracasos de salvación? El decrecimiento, vías alternativas que no impliquen el sometimiento a una moral absoluta y universal. El comunismo libertario, por ejemplo, que no implica la subordinación ni hace promesa alguna más que una vida conforme a las necesidades de cada uno, porque suprime el poder y, con ello, a los poderosos. Porque las necesidades hoy son creadas por ese monstruo feroz llamado capitalismo y que cabe derrotar. Como ya señaló Marx, los procesos de naturalización o cosificación se empeñan en convertir en naturales aspectos del ser humano que no han sido sino creados por las fuerzas dominadoras de la sociedad. Fuerzas que se han erigido como tales mediante mecanismos de violencia (física o simbólica), convirtiendo al ser humano en objeto manipulable bajo las instancias del poder. Un poder que siempre será poder (sea ejercido por la Iglesia, el Führer, el caudillo o Stalin) y, por lo tanto, tendrá un único objetivo: la dominación.
Ante esta dialéctica, sólo cabe proclamar la libertad de las mujeres y los hombres de decidir su porvenir, sin más condicionantes externos que los de su medio natural más cercano, rechazando el sometimiento, sea cual sea su rostro (mismos perros con diferentes collares). Recomiendo, como buen ejemplo, la película La Ola, que escenifica a la perfección como mediante la promesa de salvación la masa puede sentirse atraída por algo que le empuje a la dominación sobre otros seres humanos. Defendamos la moral individual, creada por cada cual en relación con su entorno, y paremos la máquina capitalista que nos fuerza a alienarnos del lado del consumo y los designios de las fuerzas que ostentan el poder. Creamos de una vez por todas en las capacidades del ser humano, en su bondad natural y en el espíritu de autodeterminación personal. ¿Por qué no?
Sin embargo, con la aparición de los primeros movimientos sociales, las promesas religiosas fueron desvaneciéndose. La revolución francesa abrió el campo de otro tipo de relato de salvación: el que prometía el gozo y la libertad una vez acometida la revolución. Lo mismo ocurrió con la aparición del socialismo, viéndose sus frutos en la revuelta rusa de 1917. En ambos casos, una forma de dominación (la de la monarquía absoluta primero y la de los zares después) fue exterminada. Sin embargo, las revoluciones no consiguieron satisfacer el deseo que prometían y la vieja situación fue suplantada por otra forma de autoritarismo: la de la república burguesa en el primer caso, o el de la dictadura del proletariado en la segunda.
El último paso de todo ese proceso nos llevaría, una vez triunfante el capitalismo en todo el mundo, con el derrumbamiento del telón de acero, a la despolitización de la promesa. La sociedad de consumo actual mantiene la dominación mediante una promesa perpetua de que hay que disfrutar el ahora. La lógica del carpe diem desplaza a las viejas promesas: ya no hay que esperar al triunfo de la revolución o a llegar al paraíso para disfrutar. La espera, por lo tanto, se convierte en innecesaria: una rémora del desarrollo a la que el capitalismo se opone diametralmente. Lo que el actual sistema económico permite es la desaparición de los tiempos de espera, y ésta se vuelve ahora improducente, por lo que cabe evitarla a toda costa. Aplicada esta lógica al día a día, tenemos como resultado una sociedad que compra compulsivamente, que necesita saciar sus deseos continuos en el momento exacto en el que se producen, que no es capaz de someterse a una mera dilación para sentirse satisfecha.
Como el deseo es infinito y nunca se sacia, el consumo lleva a más consumo, irremediablemente, y la austeridad no es afín a los intereses del sistema. Como consecuencia, nos endeudamos a la mínima, sin ser conscientes de lo que ello conlleva: queremos esa moto, ese coche de última generación, esa casa. Elementos que, aunque no nos podamos permitir, pueden ser nuestros gracias a la magia del crédito rápido y los préstamos bancarios. He ahí una de las principales causas de la actual crisis económica: la mentalidad del gasto más que ingreso porque me lo merezco (sic).
¿Qué queda ante todos esos fracasos de salvación? El decrecimiento, vías alternativas que no impliquen el sometimiento a una moral absoluta y universal. El comunismo libertario, por ejemplo, que no implica la subordinación ni hace promesa alguna más que una vida conforme a las necesidades de cada uno, porque suprime el poder y, con ello, a los poderosos. Porque las necesidades hoy son creadas por ese monstruo feroz llamado capitalismo y que cabe derrotar. Como ya señaló Marx, los procesos de naturalización o cosificación se empeñan en convertir en naturales aspectos del ser humano que no han sido sino creados por las fuerzas dominadoras de la sociedad. Fuerzas que se han erigido como tales mediante mecanismos de violencia (física o simbólica), convirtiendo al ser humano en objeto manipulable bajo las instancias del poder. Un poder que siempre será poder (sea ejercido por la Iglesia, el Führer, el caudillo o Stalin) y, por lo tanto, tendrá un único objetivo: la dominación.
Ante esta dialéctica, sólo cabe proclamar la libertad de las mujeres y los hombres de decidir su porvenir, sin más condicionantes externos que los de su medio natural más cercano, rechazando el sometimiento, sea cual sea su rostro (mismos perros con diferentes collares). Recomiendo, como buen ejemplo, la película La Ola, que escenifica a la perfección como mediante la promesa de salvación la masa puede sentirse atraída por algo que le empuje a la dominación sobre otros seres humanos. Defendamos la moral individual, creada por cada cual en relación con su entorno, y paremos la máquina capitalista que nos fuerza a alienarnos del lado del consumo y los designios de las fuerzas que ostentan el poder. Creamos de una vez por todas en las capacidades del ser humano, en su bondad natural y en el espíritu de autodeterminación personal. ¿Por qué no?
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martes, 2 de febrero de 2010
Un mes al año no hace daño
Febrero es un mes negro en el calendario de los universitarios (precisando: la última semana de enero y la primera de febrero). Los días transcurren nebulosos, turbios. El afuera se vuelve una categoría ontológica. El interior se nos descubre. Lo saludamos, hacía tiempo que no lo veíamos. [Cuando hablo del interior, hablo al nuestro, al humano, pero también a la habitación de casa, que convertimos en un refugio a prueba de bombas, una profunda caverna donde habita el silencio y la negritud más profunda]. Digo que nos reencontramos con nuestro interior porque la categoría de la vida normal se deja en suspenso durante la época de exámenes. En esos días, tan sólo existen los apuntes, el café (bendito café) y el escritorio (el de casa o el de la biblioteca).
Forzados a una concentración a la que le habíamos perdido la costumbre (la sociedad de consumo y las prisas no dan tregua para ejercitar el noble arte de la meditación), quizás sea en esta época del año en la que más aprendamos de nosotros mismos. Nos conocemos mejor, dedicamos tiempo, casi sin quererlo, a reflexionar sobre nuestra trayectoria vital, lo que hemos sido hasta ese momento. No nos vayamos a confundir: no todo el tiempo que pasamos sentados frente al escritorio es tiempo hábil de estudio (¡acabaríamos trastornados!). Todos sabemos que llega un punto en el que la mente decide abandonarnos por unos minutos (a veces horas) para divagar. Ella también necesita sus vacaciones, faltaría menos.
Es en ese momento cuando comienzan los flashbacks. Está constatada la capacidad de olvido que tiene la mente humana, pero ahí nos damos cuenta de que, en realidad, recordamos más cosas de las que creíamos. Se suceden instantáneas que nos parecían desterradas: la película de nuestros años se cierne ante la mente. Algunos hechos nos provocan alegría o nostalgia, pero la mayoría de las veces (la mente es así de cabrona), sobrevienen acontecimientos que más bien quisiéramos poder suprimir. Si fuéramos ordenadores, le daríamos a la tecla, no cabría duda. Pero no lo somos. Por suerte o por desgracias. Quizás, con esos sucesos bochornosos que hemos vivido a lo largo de nuestros días, la mente nos quiere decir algo. (Aunque a lo mejor, sólo es su estrategia para lograr que dejemos de una vez por todas de marearla con eso de tanto estudiar).
Alumbran viejas amistades, quizás viejos amores. Sandeces de una vida pasada que hoy no volveríamos a repetir. O quizás sí. Besos furtivos, besos que nunca fueron o lágrimas por una causa perdida. Qué más da. Llegamos a la conclusión –es nuestro mecanismo de volver a la realidad de una vez por todas- de que más vale olvidar. Que no vale la pena remover, que lo pasado, pasado está. Miraremos el reloj, nos daremos cuenta de que el examen ya está llamando a las puertas, y nos obligaremos a volver a la realidad. Cuando todo acabe, la segunda semana de febrero, de nuevo diremos adiós a la mente y a sus reflexiones. Y volveremos a las prisas y la evasión continua. Dice Bauman que nuestro mecanismo es estar continuamente haciendo cosas (por muy estúpidas que sean: por ejemplo, ver la televisión), con tal de no pensar en la inevitabilidad de la muerte. Quizás tenga razón.
A lo mejor tenemos demasiado olvidada la capacidad de pensar, la memoria y sus frutos. Puede que si todos la ejercitáramos un poco más, y en vez de al culto del cuerpo dedicáramos tiempo a la gimnasia mental (gimnasia revolucionaria donde las haya), algunos problemas se nos tornaran de más fácil solución, y el diálogo alumbrara verdaderamente como síntoma de una sociedad saludable. ¿O es que nos da pereza?
Forzados a una concentración a la que le habíamos perdido la costumbre (la sociedad de consumo y las prisas no dan tregua para ejercitar el noble arte de la meditación), quizás sea en esta época del año en la que más aprendamos de nosotros mismos. Nos conocemos mejor, dedicamos tiempo, casi sin quererlo, a reflexionar sobre nuestra trayectoria vital, lo que hemos sido hasta ese momento. No nos vayamos a confundir: no todo el tiempo que pasamos sentados frente al escritorio es tiempo hábil de estudio (¡acabaríamos trastornados!). Todos sabemos que llega un punto en el que la mente decide abandonarnos por unos minutos (a veces horas) para divagar. Ella también necesita sus vacaciones, faltaría menos.
Es en ese momento cuando comienzan los flashbacks. Está constatada la capacidad de olvido que tiene la mente humana, pero ahí nos damos cuenta de que, en realidad, recordamos más cosas de las que creíamos. Se suceden instantáneas que nos parecían desterradas: la película de nuestros años se cierne ante la mente. Algunos hechos nos provocan alegría o nostalgia, pero la mayoría de las veces (la mente es así de cabrona), sobrevienen acontecimientos que más bien quisiéramos poder suprimir. Si fuéramos ordenadores, le daríamos a la tecla, no cabría duda. Pero no lo somos. Por suerte o por desgracias. Quizás, con esos sucesos bochornosos que hemos vivido a lo largo de nuestros días, la mente nos quiere decir algo. (Aunque a lo mejor, sólo es su estrategia para lograr que dejemos de una vez por todas de marearla con eso de tanto estudiar).
Alumbran viejas amistades, quizás viejos amores. Sandeces de una vida pasada que hoy no volveríamos a repetir. O quizás sí. Besos furtivos, besos que nunca fueron o lágrimas por una causa perdida. Qué más da. Llegamos a la conclusión –es nuestro mecanismo de volver a la realidad de una vez por todas- de que más vale olvidar. Que no vale la pena remover, que lo pasado, pasado está. Miraremos el reloj, nos daremos cuenta de que el examen ya está llamando a las puertas, y nos obligaremos a volver a la realidad. Cuando todo acabe, la segunda semana de febrero, de nuevo diremos adiós a la mente y a sus reflexiones. Y volveremos a las prisas y la evasión continua. Dice Bauman que nuestro mecanismo es estar continuamente haciendo cosas (por muy estúpidas que sean: por ejemplo, ver la televisión), con tal de no pensar en la inevitabilidad de la muerte. Quizás tenga razón.
A lo mejor tenemos demasiado olvidada la capacidad de pensar, la memoria y sus frutos. Puede que si todos la ejercitáramos un poco más, y en vez de al culto del cuerpo dedicáramos tiempo a la gimnasia mental (gimnasia revolucionaria donde las haya), algunos problemas se nos tornaran de más fácil solución, y el diálogo alumbrara verdaderamente como síntoma de una sociedad saludable. ¿O es que nos da pereza?
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gimnasia revolucionaria,
mente,
pensamiento
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