Hoy he tenido el placer de compartir asiento en el tren con un párroco. Pero no era un sacerdote cualquiera, sino un activista en toda regla. Cincuenta años, ávido orador, carismático y con una experiencia avasalladora en su terreno. Lo que más me ha llamado la atención de nuestra conversación ha sido las similitudes halladas entre ambos. Es un devorador compulsivo de libros, como yo. Me recomienda algunos. Por supuesto, todos basados en el mismo propósito: cómo lograr alcanzar la fe, cómo sobrevivir a un mundo desenfrenado, cómo encontrar a Dios y no morir en el intento. Cuando le digo que estudio periodismo, él sonríe. Creo que me va a soltar un sermón sobre las maldades de la prensa escrita en la moral de hoy. Nada más lejos de la realidad. Yo también soy periodista en cierta medida, me dice. Y me sorprende: tiene más experiencia en el terreno que yo. Escribe una columna semanal en un diario local e incluso tuvo su propio programa de radio.
La diferencia está en las formas. Es evidente que no leemos los mismos libros, ni tenemos la misma relación con los medios de comunicación. Ambos nos hemos formado una visión diferente del mundo a través de la experiencia y tratamos de exponerla al público (yo, a través de este humilde blog). Otra diferencia en las formas está en que este párroco activista no descansa. La ideología que profesa ha calado tan hondo en su persona que es incapaz de escapar de ella. Pronto se encauza en una cruzada por pregonarme la palabra de Dios. Advierto que está tratando de adoctrinarme. Yo le digo que no estamos en la Iglesia, que no pienso como él, que aunque la fe me persiga, yo soy más rápido. Habla con la sabiduría propia de su profesión, pero también dominado por esa actitud condescendiente que guardan algunos católicos fervientes ante su ideología. Ellos han alcanzado la fe: tienes que probarlo, te dicen. Es algo fabuloso.
Para nuestro párroco, la fe es la salvación eterna. Sólo ha habido dos personas buenas en la historia, me dice: Jesús y María. Todos los demás, pecadores. El pecado original del ser humano. Todos somos pecadores, Eva mordió la manzana prohibida y, desde entonces, el ser humano es perverso por naturaleza. En esa perversión se legitima la existencia de un Dios. Una divinidad que es buena, que es lo que nosotros, mortales, nunca seremos: es la viva expresión del orden, la serenidad y la perfecitud. Todo lo que hagamos por satisfacer su voluntad será poco. Si queremos reservar plaza en el paraíso eterno, debemos purgar los pecados que nos atenazan, porque Dios es rey y nosotros sus siervos. Y, para ello, no queda otra que someterse a esa voluntad absoluta que es la divinidad, que lo es todo, a costa de que nosotros, humanos mortales, no seamos nada.
Y yo le digo: ¿que no somos nada? Lo somos todo. Nosotros, humanos, somos libres y solidarios por naturaleza (en tanto que animales sociales). Somos el pasado, el presente y el futuro de la vida en la Tierra. Somos fruto de la materia, de la naturaleza. Nuestra libertad personal es el bien más preciado. ¿Acaso cree usted, señor párroco, que vamos a seguir tragándonos aquello de la esclavitud del ser humano? Yo no soy siervo de nadie, más que de mi entorno. Rompimos las cadenas hace mucho, aunque usted no haya querido darse cuenta. No hay verdad absoluta, le digo: usted piensa como piensa y yo, de otra forma. Y esa es la riqueza, la diversidad humana, lo que implica la total exclusión de una voluntad absoluta y dictatorial sobre nosotros.
En el rostro de este párroco lo que yo veo es cómo la Iglesia católica agoniza a día de hoy. Incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos y a la ganancia de libertades, navega a la deriva. Este párroco seguramente nota cómo la afluencia a sus misas ha descendido portentosamente en los últimos tiempos. Ahora, se dedica incluso a dar sermones en los trenes: signo perentorio de su desesperación, como la de tantos otros. Sin duda alguna, el catolicismo sigue poseyendo rasgos atractivos que se pueden aprovechar. La austeridad, la solidaridad, la bondad, la lucha contra el mal. Todos son aspectos morales que Jesús promulgó.
Lo que no compartimos los que rechazamos el idealismo eclesiástico es que todo ello sea incompatible con la libertad personal. Sin duda, Jesucristo estaba de acuerdo con nosotros en eso. Sin libertad, no hay vida posible. Y la libertad no es compatible con la imposición y el adoctrinamiento, actos con los que la Iglesia sigue conviviendo. Negándose a dar la comunión a los que son partidarios del aborto, tachando la homosexualidad de enfermedad, creyendo en la voluntad absoluta. Todo eso (junto a otros pecados, como el beneplácito al nazismo) ha llevado a la Iglesia católica a una situación de marginación que amenaza con relegarla a la mera calificación de secta. En las manos de sus altas esferas está la decisión de recapacitar a tiempo o seguir remando en contra de la grandeza del ser humano, como hasta ahora.
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