lunes, 22 de febrero de 2010

Dosis de violencia

Hoy en día, la violencia es una lacra inherente a la realidad cotidiana de nuestra sociedad. Nos levantamos viendo guerras, masticamos más violencia durante la comida y nos acostamos después de unas cuantas dosis más de la misma. Casi toda la violencia explícita nos llega a través de los medios de comunicación, sobre todo, por la televisión, porque en ella, por el hecho de mostrar audio y video, la guerra se hace más cruda, más verdadera. En definitiva, el crimen, las pasiones, son consumidas a diario en la sociedad actual, y la violencia es asimilada por sus componentes, de manera prácticamente indolora. La cuestión es: ¿contribuye esta asimilación a la imitación, a la rutinización o a un mayor rechazo hacia la violencia? En estas líneas trataremos de defender la no censura de la violencia en los medios como un paso hacia su mayor comprensión.

Claro está que no podemos tomar por igual consideración la violencia que emana de las películas o series de televisión que la de los informativos. En el primer caso, la violencia se circunscribe en un formato de entretenimiento, lo que implica que el espectador sabrá identificar la ficción televisiva y no trascender las dosis violentas a una realidad muy alejada. Y lo decimos de manera categórica porque pensamos que, si realmente nos preocupamos por la raza humana y defendemos su libertad, no es posible pensar que nuestras conductas son tan fácilmente moldeables como lo puedan ser las ratas de laboratorio. Es imposible, y siglos de filosofía han demostrado que la razón y la voluntad del ser humano son superiores a los meros condicionantes externos. Cualquier mensaje que recibamos transcurre por un proceso de análisis, de identificación y de interpretación. De lo contrario, daríamos la razón a los conductivistas funcionalistas, cuya misión no ha sido otra que la utilización de los medios como armas de propaganda.

Siendo los textos interpretados y los seres humanos interpretadores, capaces de discernir sobre el mal y el bien, no podemos responsabilizar únicamente a los medios de comunicación de los posibles brotes de violencia que puedan surgir esporádicamente en la sociedad. Si los informativos muestran violencia, es porque ésta preexiste en el mundo. Como transmisores de la realidad, no se les puede pedir que censuren los actos violentos –aunque sí que limiten la frontera que separa los hechos verídicos del sensacionalismo gratuito-, porque si así fuera estaríamos coartando la libertad de expresión, el derecho de todas y todos a conocer lo que está pasando en el mundo. Y esa es precisamente la función de los medios. De forma similar ocurre con la violencia en los programas de entretenimiento. Dicho de otro modo, la presencia de la violencia es un hecho en las sociedades contemporáneas. Suprimirla de los medios de comunicación por decreto ley es mirar hacia otro lado en la problemática en cuestión, censurar una parte de nuestra cruda realidad.

Si verdaderamente deseamos atajar los efectos de la violencia social, quizás sea el momento de examinar detenidamente el por qué ésta se halla incrustada en la cotidianidad. Por qué anualmente tantas personas se suicidan, matan a su pareja, a sus padres o al tipo que les debía dinero. A este respecto, nos sacuden una serie de preguntas que se responden solas: ¿Acaso nuestra sociedad no se fundamenta en un sistema económico basado en la competencia desmesurada y el éxito? ¿No es verdad que el darwinismo social –la doctrina de “sólo los más fuertes sobreviven”- se ha acabado imponiendo, copando todos los aspectos de nuestra vida? ¿No es el capitalismo un caldo de cultivo de la insolidaridad y el individualismo?

Fijémonos bien, porque podremos llegar a la conclusión de que la dinámica de cambios rápidos impuesta por el consumo desaforado impide que podamos obtener referentes para construir nuestra identidad. Y, sin ellos, nuestra identidad es una identidad a la deriva, donde el compromiso desaparece y nadie sabe qué pasará mañana. Nos podremos quedar sin trabajo, sin casa, sin nada. En esa dinámica, la esquizofrenia se convierte en una de las enfermedades por excelencia del siglo XXI. En este punto cabe retornar a nuestra tesis principal, que defiende la presencia de la violencia en los medios (mientras ésta trate de reflejar la realidad). Una sociedad sana no será aquella que trate de ocultar la esquizofrenia de sus miembros, sino aquella que realmente busque medidas para atajarla.

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