miércoles, 27 de enero de 2010

La generación de los ni (de ninguneados)

Arrastramos tantas etiquetas a nuestras espaldas que se nos antojan una pesada carga sobre nuestra existencia. Ahora, algunos sociólogos aburridos, fundadores quizás de la Sociedad de Amigos de Leticia Sabater, insisten en llamarnos bajo la creativa fórmula de la generación de los ni-ni. Vamos, que ni estudian ni trabajan (ingenioso, ¿verdad?). Como todo el etiquetado, la afirmación conduce a un reduccionismo y nos aleja de la comprensión del fenómeno que caracteriza a una serie de jóvenes presos de la desidia cotidiana y la insoportable levedad del ser (que diría Kundera). Las mentes malpensantes “pensarán” que lo que nos caracteriza (y digo nos porque que se nos etiqueta a todos) es la vaguedad, que somos seres mimados y que tenemos tanto que no lo apreciamos.

En realidad, las dinámicas para comprender la identidad de los nuevos jóvenes son complicadas. Cabe retrotraerse varias décadas atrás. Personalmente, me retrotraería al año 1984 (el año I de la era Orwell). Las patronales de los países ricos promovieron simultáneamente una ambiciosa reforma laboral para salir de la crisis de los años 70. Las soluciones están hoy vigentes: reducciones salariales y fiscales, trabajos temporales, medidas fiscales y flexibilidad laboral. Resumiendo: una serie de medidas que vienen a representar lo que hoy llamamos precariedad laboral, y que es el verdadero estigma de los/as jóvenes. Cada vez es mayor la dificultad de encontrar un trabajo y, una vez encontrado, mantenerse en él. ¿Cómo se puede planificar una vida o independizarse si la media de continuidad en un mismo empleo es de poco más de seis meses? ¿Para qué estudiar si ni siquiera una carrera universitaria garantiza estabilidad?

En esa dinámica de cambios acelerados, se nos hace imposible tener referentes sobre los que constituir nuestra identidad. Por eso, vivimos de una identidad en retirada, que se une a la retórica capitalista del usar y tirar. Lo bueno es el cambio, nos dice la economía, renovarse o morir. En una sociedad donde el cambio se ha institucionalizado, los otros (amigos, pareja, familia) se convierten también en productos que usamos y tiramos a nuestra conveniencia. Los concebimos como objetos a nuestro servicio: deben ser divertidos, hacernos reír. Cuando el amigo divertido nos cuenta un problema, pasamos de él, porque eso ya no es divertido.

Todo el mundo espera más de los otros que está dispuesto a dar. Además, en una sociedad donde todo el mundo quiere vivir una vida experimental, el compromiso desaparece. Huimos de los favores, de las implicaciones, porque son tareas que pueden comportar un compromiso futuro, la devolución del favor. No cultivamos las amistades, porque en un mundo global, tan lleno de cambios, sabemos que quizás mañana ya no estén. Tampoco sabemos cuidar el amor: la mínima discusión sirve para cambiar de pareja. ¿Dónde está la paciencia, la ética de la vida común?

El capitalismo, que lo coloniza todo, también ha colonizado nuestra privacidad. Lo público –lo que pertenece a todos/as- se halla en retirada, frente a la depravada exhibición del yo individual: es la consecuencia de una sociedad hiperindividualizada y de la falta global de autoestima. Nos exhibimos como carne en las redes sociales, mostramos miles de fotos, demostramos nuestra insatisfacción generalizada, competimos con los otros. A bote pronto, cuento decenas de conocidos/as o amigos/as en el paro, que pasan las tardes en el bar y que no tienen visión de futuro.

¿Qué perspectivas vamos a tener de una vida estable? ¿Acaso podemos sentirnos valorados en una sociedad que no cuenta con nosotros? El ninguneo profesional hacia los jóvenes forma parte de la funcionalidad del Sistema. Pero esa estructura siempre ofrece fallos, agujeros por los que introducir nuevas formas de vida, más solidarias y comprometidas. Ahondemos en esos agujeros, reclamemos nuestro espacio público. Construyamos alternativas.

miércoles, 20 de enero de 2010

¿Terrorismo de Estado?

Sorprendido por los informes de Amnistía Internacional y la Coordinadora contra la Tortura, expresando su preocupación respecto al alto número de agresiones policiales que, año tras año, tienen lugar en el Estado Español (una media de 700), me aventuré a abordar dicho tema para un trabajo de una asignatura jurídica. Al poco tiempo de comenzar a investigar, sin embargo, me daría cuenta de que el problema no se limitaba ni mucho menos a las torturas de las Fuerzas de Seguridad. Pronto advertí que la problemática real era de mayor alcance. Me hallaba inmerso en una telaraña de proporciones inmensas, un conglomerado de fallos del sistema que tenían su epicentro en el Estado.

Me explico. Poco después de comenzar el trabajo, aparecieron más informes de organizaciones cívicas. En primer lugar, fue publicado un trabajo de SOS Racismo titulado Informe desde y contra los Centros de Internamiento de Extranjeros, alertando de las deplorables condiciones que viven los inmigrantes «sin papeles» dentro de estos centros, sobre todo en los de Aluche (Madrid) y Valencia (situado en Zapadores). Entre las denuncias más repetidas, según SOS Racismo, destacan las de hacinamiento (suelen convivir cuatro personas en espacios de pocos metros cuadrados), la dificultad para comunicarse con el exterior y la ausencia de intérpretes (sólo se permite una llamada en el momento de la detención), las pésimas condiciones de salubridad y la ausencia de servicios médicos. Además, la mayoría de los CIE no tienen ni siquiera patios exteriores y, al no estar dotados de reglamentos jurídicos, la seguridad en su interior está a cargo de empresas privadas (sic).

Al informe se le añade la última modificación de la Ley de Extranjería, que prevé estancias dentro de dichos Centros de hasta 60 días. Esta última cuestión, junto con otro informe de Amnistía Internacional (Si vuelvo me mato), sobre la situación en muchos Centros de Menores, comenzó a formarme la opinión de que el Estado tenía algo que ver con todo esto. Según este último estudio, diez menores se han suicidado en estos centros en la última década. A esa cifra cabría sumarle una situación similar a la que sucede en los CIE. AI recopila testimonios de menores en los que se habla de incomunicación como castigo, agresiones e incluso suministro forzoso de tranquilizantes (o a veces encubierto, en la comida) para «calmar» a los niños cuando se ponen «demasiado» nerviosos.

Lo que tienen en común todas las anteriores víctimas es su condición de excluidos. Inmigrantes ilegales, delincuentes y menores problemáticos. Los primeros además, sufren más agresiones policiales que otros colectivos, según la Coordinadora de la Tortura: un total de 94 en 2009 (un 14,5% sobre el total). A ello cabe sumar las listas que Interior manda frecuentemente a las comisarías de policía para que se detenga a un cupo determinado de inmigrantes (preferentemente marroquíes, según las notas, porque con dicho país se mantienen convenios más sólidos de deportación). Lo también sorprendente en los datos de la Coordinadora es que los movimientos sociales son los peores parados de las agresiones policiales: un total de 175 denuncias (el 30% sobre el total). La mayoría de ellas, tras detenciones por «desordenes públicos», es decir, al conducir a comisaría a manifestantes detenidos en concentraciones «no autorizadas».

Otro gran porcentaje de agresiones corresponde a las consecuencias de la aplicación de la Ley Antiterrorista, un mecanismo que prevé suspender las garantías de los detenidos, permitiendo la incomunicación de los mismos con el fin de que testifiquen. La excusa: la posibilidad de su vínculo con el terrorismo. Decenas de vascos/as saben el resultado, porque esa suspensión de garantías abre el camino a que «todo valga» para que los detenidos canten: bolsas de plástico en la cabeza, ahogamiento en bañeras repletas de agua... Muchos de aquellos a los que se le aplica son inocentes. Dos casos: Nuria Portolés, a quien se le aplicó la ley antiterrorista por el hecho de viajar con propaganda libertaria en la mochila, y los directivos del diario Egunkaria, por vinculación con ETA. Un reciente juicio ha concluido, sin embargo, sin pruebas al respecto. En ambos casos los protagonistas eran inocentes.

Llegados a este punto, ¿qué responsabilidad tiene el Estado en todo esto? La respuesta es muy clara: él es el encargado de velar por el correcto funcionamiento de los CIE. Él es el tutor de los menores que sufren torturas en los centros. Él y sólo él es también el responsable de sus funcionarios, en este caso las Fuerzas de Seguridad y esas 700 agresiones anuales. Un Estado Social basa su legitimidad en la promesa de defender y proporcionar seguridad a sus ciudadanos. ¿Por qué entonces ahora vulnera derechos básicos de la personalidad (con las agresiones), derechos humanos (con la incomunicación) y deberes de tutela? Varios sociólogos, entre ellos Zygmunt Bauman, ya han alertado de esta situación, en la que los Estados tienden a políticas cada vez más exclusivas con el fin de garantizar la seguridad que parecen demandar los ciudadanos.

Para Bauman, «el Estado Social se halla en retirada», al ser incapaz de mantener sus promesas: como ya no es capaz de «reciclar» a los marginados, ahora se dedica a su «destrucción». Y lo cierto es que todas las víctimas anteriores son residuos en una cultura de residuos, que proporciona a cada residuo su vertedero. La exclusión es la característica de un sistema en unos tiempos en los que la flexibilidad se ha vuelto un componente identitario en las sociedades occidentales. Ante una incertidumbre creciente, originada en la precariedad laboral (y vital), el Estado necesita dirigir el peso de las tensiones globales hacia ciertos sectores poblacionales, convertidos en deshechos por su condición de marginación.

De ahí la criminalización de los movimientos sociales y migratorios, junto a la purga de los elementos no funcionales a los intereses sistémicos. En esas condiciones, la única opción que nos resta es la de tomar conciencia de la situación: el Estado explota nuestro miedo a la muerte para estructurar un sistema homogéneo y que fomenta la exclusión social. Nuestra es la tarea de volver a elevar a la libertad, la dignidad y el respeto por los derechos humanos al lugar que corresponde.

martes, 12 de enero de 2010

Centenario cenetista: 100 años tras las barricadas



Con la promesa de emancipación más vigente que nunca, la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) cumple 100 años. Tras un siglo de luchas detrás de las barricadas, parece que no está el patio para celebraciones. Al declive generalizado de los valores sindicalistas tras la flexibilización impuesta por las reformas laborales, cabe sumar un proceso endémico de desestructuración que, a lo largo de los años, ha sufrido el movimiento anarcosindicalista. Lejos están aquellas cifras de más de dos millones de afiliados alcanzadas por la CNT en 1937. Hoy, como consecuencia de esa degradación y los continuos movimientos de criminalización del movimiento libertario, el número de afiliados es mucho menor, incluso sumando los números de la CGT (sección escindida hace años de la CNT y hoy mayoritaria).

Pero si por algo se ha caracterizado el movimiento anarconsindicalista (sobre todo el protagonizado por la CNT) es por huir de las cifras. Sobradamente conocida es su actitud de no admitir subvenciones estatales, por el componente de servilismo que sus miembros entienden al que va asociado. La CGT, por su parte, sí que las acepta, en una acción que puede ser más o menos reprochada, pero que obtiene sus frutos en unas campañas mucho más elaboradas y una mayor presencia social en el panorama sindical español. Aún así, quizás es cierto que esa división en las filas libertarias no haga más que profundizar en la desmembración de un movimiento que hace años que se percibe como individualizante por parte de muchos, sobre todo en los jóvenes. Y eso que hoy hay más reivindicaciones que reclamar que nunca. Hoy, que la patronal amenaza con el despido libre y los ERE se multiplican en las grandes empresas. Hoy, en 2010, 100 años después de la fundación de la CNT, cuando casi 5 millones de parados/as suman las listas del paro. Hoy, fecha en la que los sindicatos mayoritarios, fieles corderos del poder económico, dan su brazo a torcer por las subvenciones del PSOE y la succión de las arcas del Estado.

Pero, quizás, al movimiento libertario, le sobra pesimismo. A lo mejor la utopía es percibida como demasiado utópica. Y nada lo es cuando pueden ponerse medios para llevarlo a cabo, como decía Horckheimer. Quizás quepa recordar los grandes logros del anarcosindicalismo en este país. A lo mejor sea hora de rememorar aquellos tiempos en los que la revolución libertaria estuvo a punto de triunfar en territorio español. Aquellos años en los que las tierras eran para el que las trabajaba y las colectivizaciones daban trabajo a cientos de personas. Aquellos años, en los que, como bien demuestra el documental «Vivir la utopía», la mujer dejó de ser esclava para convertirse en herramienta fundamental en la retaguardia republicana. Aquellos días de la guerra, en los que los Ateneos Libertarios, claves en la difusión de la cultura libre, florecían libres por todos los puntos de la geografía estatal. Qué tiempos aquellos, en los que a punto estuvieron los anarcosindicalistas de conseguir su sueño: el de ver materializada La Idea que, en 1868, Fannelli importó, consistente en el logro supremo de la emancipación laboral y humana como único paso hacia la justicia, la solidaridad y la libertad.

Pocos/as son los que quieren recordar todos aquellos logros del anarcosindicalismo. Y muchos/as los que siguen criminalizarlo, culpando al movimiento libertario de rémora para ganar la guerra. Únicamente se le identifica con la quema de Iglesias, con la muerte de inocentes, con la indisciplina y la expropiación continuada de los bienes burgueses. Todos los extremos se tocan, dirán los más asiduos a las frases incoherentes y simplonas. A ellos/as sólo cabe decirles que aquellos fueron sucesos desagradables. Pero nunca fenómenos que tuvieron su raíz en el anarconsindicalismo, fiel precursor de ideales pacifistas y antimilitaristas. Una guerra es una guerra, y en la defensa de la libertad y la justicia pueden hacerse las mayores atrocidades, cuando se siente el odio y la rabia contra todo aquello que impulsó el levantamiento fascista del 18 de julio de 1936. Burguesía, Ejército, Iglesia y Poder político (encarnado en la CEDA y otros partidos conservadores). Esa era la combinación más macabra por entonces y hacia la que se dirigieron todos los ataques, porque en ellos se había engendrado una guerra fruto de la intolerancia hacia los avances de la República. Nunca cabe justificar todos los ataques, pero sí comprenderlos. Fueron individuos movidos por el dolor, y nunca sindicatos o colectivos, los que los promovieron.

Luego vino la cruenta guerra y la infinita posguerra. Los anarquistas tuvieron que soportar los embistes provinentes de varios frentes. Por un lado, el ejército fascista, comandado por un enano intransigente de nombre poco pertinaz para el caso. Por el otro, un ataque más doloroso, porque suponía la traición. La traición a los ideales revolucionarios, procedentes de las estrategias sectarias del Partido Comunista. Ellos fueron los culpables de que se perdiera la guerra. Ellos debilitaron la defensa de la República, ellos y sus checas, en las que murieron decenas de libertarios/as. Ellos y sus tácticas contrarrevolucionarias. Ellos, que ahora son los bien parados de todo el proceso.
Ellos, que provocaron los sucesos sangrientos de mayo del 38, sin duda definitorios de final de la contienda civil. Tantos anarquistas murieron, tantos fueron asesinados por unos y por otros, que el movimiento devino de la noche a la mañana en un conglomerado de escasos supervivientes.

Y luego vino la dictadura. Todos los logros machacados, y la CNT, condenada al exilio. La primera oportunidad fue en vano, pero no por ello cabe perder la esperanza. El anarcosindicalismo sigue trabajando duro, con orgullo, dignidad y varios frentes abiertos de lucha al margen del sistema capitalista. Sólo cabe seguir profundizando en esas brechas y desear fervientemente que la CNT dure otros cien años más al pie de las barricadas.

miércoles, 6 de enero de 2010

Los que se bajaron




2009 ha sido un año trágico en cuanto al número de suicidios globales. La OMS ha contabilizado, por primera vez en la historia, más de un millón. Aunque los países pobres siguen encabezando la lista, lo más llamativo es el gran aumento producido en los países ricos. La crisis económica ha puesto en la palestra un problema endémico del que, sin embargo, a penas se habla, y que de hecho está relativamente prohibido en los medios de comunicación. Y lo cierto es que las perspectivas futuras no son buenas: el mismo estudio de la OMS determina que en 2020 ya serán más de 1.200.000 personas las que decidan acabar con su vida en todo el mundo. En Francia, el suicidio se ha convertido en 2009 en la tercera causa de mortalidad (por encima de los accidentes de tráfico). Es sobre todo en el país galo donde se pone de relevancia la estrecha relación entre el paro y el suicidio (destacando los 25 suicidios de empleados en France Telecom).

Las pocas ocasiones que se comenta el tema del suicidio, seguramente el por qué lo hicieron es la principal cuestión. ¿Qué lleva a una persona a quitarse la vida, a decidir que no vale la pena continuar? Ya hemos destacado el paro como uno de los principales motivos. Pero no podríamos continuar sin nombrar otro más abstracto: la pérdida de los valores identitarios en los países capitalistas. Bakunin sostenía que no se puede escapar a la identidad. Es algo inevitable. «Aquel que nace en una sociedad sacerdotal, será sacerdote; el que lo haga en una sociedad capitalista, inevitablemente será un capitalista», y así hasta el infinito. Es decir, a diferencia de lo que decían los idealistas, nacemos esclavos, dependientes de las condiciones de la sociedad en la que lo hemos hecho. Y es tarea nuestra el poner los medios a nuestro abasto para lograr la emancipación y alcanzar la libertad. Ahora bien, mucho se pierden por el camino. ¿Qué supone vivir actualmente en un sistema con economía liberal de mercado? En el plano personal, varios problemas, entre los que destaca, quizás, el individualismo. Bakunin ya alertaba sobre sus consecuencias en el siglo XIX, y no iba desencaminado. «El hombre aislado no puede tener conciencia de su libertad», escribió en Dios y el Estado.

Queramos o no, buena parte de nuestra sociedad se halla condenada al aislamiento más atroz. Nos dominan las identidades de usar y tirar, mudamos de traje como las serpientes, en función de nuestro propio interés, pero nos es cada vez más difícil encontrarnos a nosotros mismos y al otro, autocondenándonos a la soledad. El fenómeno hikikomori –los adolescentes japoneses que no salen de sus habitaciones alcanza la cifra de 1.200.000- se traduce en Occidente en la generación de los ni-ni (ni estudian ni trabajan). Los jóvenes de hoy en los países del Estado del Bienestar se abocan a un mercado laboral caracterizado por la flexibilidad, a un paro convertido en estructural. Como, según Ulrich Beck, «en una sociedad individualizada, los problemas sociales se convierten en fracaso propio», podemos hallar como la presión social por el hecho de que se reconozca nuestro trabajo (otra obsesión habitual) pueda conducir a desearse la propia muerte si nos hemos visto en una frustración significativa.

Pero la flexibilidad no es sólo laboral. La nueva modernidad nace amante de las continuas transformaciones. El compromiso y el sentimiento de pertenencia a un grupo o a una relación se desvanecen. Es difícil hacer amigos en el trabajo cuando se cambia tan rápido de empleo, de la misma forma que es complicado mantener una relación en el estado de deterioro en el que está el compromiso. Esa inestabilidad global resulta desoladora para muchas y muchos que, incapaces de seguirle el ritmo a la sociedad, se abstraen de ella. Y lo hacen mediante diversos caminos, que conducen a otros tantos problemas propios de los países ricos. El consumo de estupefacientes (13,3 millones de personas en el mundo son adictas), el aumento de las enfermedades mentales, así como el de las depresiones (más de 2 millones de depresivos en España), y, por supuesto, del número de suicidios. Todos ellos temas tabú y muy presentes a nuestro alrededor. Cada vez son más los que deciden bajarse del tren de la sociedad capitalista, posiblemente directa culpable de esa “masacre” (¿intencionada?) de los no aptos o los que no se adaptan a las pautas del Sistema.

Quizás resulta cínico aventurarse a culpabilizar al sistema económico actual de la muerte de todas esas personas, pero las cifras están ahí, y nos dicen que –en contra de lo que podría pensarse- aunque aumente el PIB de un país, el número de suicidios no precisamente disminuye. Fue, sobre todo, a partir de los 80, cuando se ejecutaron las reformas laborales en varios países, cuando el número de suicidios comenzó a ascender dramáticamente. No hay duda de que un sistema que potencia la competencia feroz en la jungla de las oportunidades perdidas, así como valores individualistas que nos dejan solos ante la inmensidad del mundo y la sociedad, es potencialmente autodestructor. Y lo es tanto en jóvenes como en adultos, en mujeres y hombres en proporciones prácticamente iguales. Para terminar, y por continuar con Bakunin, otra de sus míticas frases: «la única forma de lograr la emancipación del estado de esclavitud en que nace el hombre es la rebelión contra sigo mismo y contra la sociedad que lo ha visto nacer, porque un hombre no es libre hasta que todos los que le rodean lo son también».