sábado, 26 de diciembre de 2009
Sobre el desencanto político y el inmenso vertedero
No hubo sorpresas en la asamblea de ayuntamientos adheridos al Consorcio de Residuos del área de gestión 2. Con el apoyo del 80% de los 93 municipios formantes (sólo 9 votaron en contra), la empresa FCC-Dimesa ha recibido el beneplácito para gestionar las basuras que diariamente generan los 315.000 habitantes censados en un total de cinco comarcas. Lo hará a cambio –ni más ni menos- que de 21 millones de euros al año. Primero, claro está, deberá aportar los títulos de propiedad de los terrenos –arduo es el rumor de pelotazo descarado en las propiedades del consejero delegado de la empresa Llanera-, aunque lo cierto es que no importa porque, en caso contrario, el consorcio expropiaría los terrenos y todos amigos. Asunto destacado de todo el proceso es la oposición de 180.000 personas, materializadas en firmas, aunque parece que no es prioridad del Consorcio establecer un debate claro con los vecinos y las vecinas afectadxs.
Pero vayamos a las cifras, sobre todo las negativas. La fecha para la apertura de la planta de valoración: 2015. A partir de entonces, se tratarán 169.000 toneladas de residuos sólidos urbanos al año. Las dimensiones del macrovertedero, por otra parte, serán de 183.902 metros cuadrados: aproximadamente unos 25 campos de fútbol (que se dice pronto). Como sabemos, la llegada de residuos comporta la destrucción de la naturaleza, otro punto fuerte que deberá tener en cuenta el futuro informe de impacto ambiental (si es que lo hay). Y es que el Consorcio parece obviar que el monte ha sido (y es) nuestro principal motivo de existencia, el sol que ilumina a unas localidades pequeñas que sin esos parajes naturales no tendrían sentido. Municipios de interior privados de su naturaleza, de su fuente de vida y existencia.
No queda más que decir, la guerra es declarada con los principios de las grandes ciudades: aquí uno (o una) se viene encontrar tranquilidad, a descansar, a respirar el aire puro imposible en las grandes ciudades turísticas. Pero a los urbanitas poco les importa que no podamos respirar, que probemos de su medicina, porque el turismo de interior siempre ha reportado menos beneficios que el de las grandes ciudades. Y a partir de ahora, ni que decir tiene, que aún reportará menos. La ineficacia de un vertedero tan inmenso está ya probada. Imágenes del de Vitoria (www.noalmacrovertedero.net) relucen una gestión donde las filtraciones de lixiviados son irremediables, así como los malos olores, el deficitario tratamiento de residuos (de nada vale reciclar) o las famosas gaviotas (y no precisamente del PP).
Visto está que no es esta una causa partidista. Y no lo es visto que prácticamente ningún ayuntamiento se ha opuesto a la medida, lo que contrasta con esas 180.000 firmas presentadas por la Plataforma. Tampoco nos cuadra el número de banderas amarillas que cientos de vecinos de las principales poblaciones afectadas todavía a día de hoy mantienen en sus balcones, lo que demuestra la fuerte vitalidad de un movimiento vecinal sin partidos como intermediarios. Porque se ha visto que la pragmática coalición PPSOE no ha funcionado en este caso: no funciona, de hecho, cuando el dinero está de por medio. Y siempre lo está. Ahora que los tertulianos se rasgan las vestiduras porque la confianza en los políticos está bajo mínimos. Ahora que la encuesta del CIS considera a los políticos como el tercer principal problema del Estado Español.
Ahora, es el momento de preguntarse por qué. ¿Por qué un movimiento consolidado de ciudadanos no encuentra representación alguna en sus supuestos representantes? ¿Por qué los partidos están tan alejados de las verdaderas reclamaciones de sus votantes? ¿Por qué hay tanta corrupción? Una infinidad de cuestiones sin respuesta aparente para los tertulianos y que viene a certificar una rotunda hipótesis: ¿no será que los partidos políticos, que el poder en general, ejerce una barrera en la consecución de las demandas ciudadanas? ¿No será ya hora de vivir sin un gobierno sin organizaciones políticas de por medio? ¿No habrá que pensar en que el gobierno sea por fin el nuestro, el de las asambleas de vecinos y la democracia directa? En fin, muchas preguntas y pocas respuestas, dirán los más escépticos y defensores de la representatividad. No sé, será que estoy hoy muy aristotélico.
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jueves, 17 de diciembre de 2009
¡Muera la propiedad intelectual!
Llegó dios y creó la cultura. Y las clases altas se apoderaron de ella. De las migajas, los pobres mortales, la gran inmensa mayoría no perteneciente a la bendecida burguesía, tratamos de crear la nuestra propia. No fue –ni sigue siendo- tarea fácil. Desde siempre, el estado de cosas quiso separar la alta cultura de la baja. La cultura de los eruditos, de los escogidos, la ínfima mayoría seleccionada genéticamente para alcanzar ese mundo de las ideas copado de saber (y poder). Tomando a los individuos por tontos, las clases dominantes lograron así apoderarse de un instrumento perfecto de dominación: restringieron el saber, se autodenominaron ilustrados y mantuvieron en todo momento su distinción con el vulgo ignorante.
Antes de que Ortega y Gasset bautizara a las masas como “bárbaros sin espíritu”, era la Iglesia la que controlaba la maquinaria cultural. Más adelante, sin embargo, algunos intelectuales apartaron su visión crítica y apoyaron la perpetuación de las desigualdades (sociales y culturales). Ortega y Gasset, por ejemplo, comenzó apoyando la II República, pero terminó cayendo en una deriva semi-fascista, por el simple hecho de que no se le dio ningún cargo en el citado gobierno, algo que esperaba de todo corazón por ser “la voz del pueblo”, el intermediario entre los bárbaros y el mundo de las ideas. De nuevo, la relación odiosa entre el saber y el poder quedó al descubierto.
Cuando la libertad de pensamiento y la alfabetización ya no eran barreras para el avance de la cultura sobre la masa, los más poderosos se rasgaron las vestiduras, porque el conocimiento ha sido siempre un peligro para el orden establecido. Sin embargo, fueron rápidos, y se apoderaron de la baja cultura. En un sistema casi perfecto, por lo tanto, el Estado gestiona la alta cultura, dedicada todavía a un grupo selecto de pseudointelectuales (que van a la opera, adoran el arte moderno y escuchan música clásica). Para que el sector imparable de la cultura para los pobres (que por fin se han liberado –supuestamente- de sus cadenas y tienen libertad de expresión) no fuera un «descontrol», rápidamente el poder económico se apoderó de él. Es entonces cuando se crea la cultura para las masas, la del consumo rápido, la del best-seller de usar y tirar (como todo en la sociedad informacional).
Estamos, por lo tanto, en un callejón sin salida. La alta cultura es supuestamente sólo entendida por los intelectuales y la baja cultura no es cultura sino mercancía, que se compra y se vende al mejor postor, con la disminución cualitativa de los contenidos que ello supone. Pero su aspecto más criticable es que la cultura de los medios convencionales no es la de la gente común, la cultura de las masas no es de ellas, sino para ellas. Las clases populares siguen excluidas de este terreno, porque no somos nosotros quienes la producimos, sino los medios legitimados para ello, en una relación de poder (donde el receptor ocupa un rol claramente de sumisión ante el emisor). Pero la cultura es compartida, debe de producirse un retorno y no ser unidireccional, porque la unidireccionalidad es sólo propia de los totalitarismos. La cultura es libre, porque libera al individuo y sirve para su emancipación. Una cultura de masas mata a la inteligencia y a los intelectuales, que es lo que quería un franquista como Millán Astray. De la cultura común –que no necesariamente gratuita, como se dice por ahí- nos beneficiamos todos. Desde aquí, damos la vuelta a las palabras de Astray y decimos: muera el copyright, muera la SGAE, mueran los derechos de autor y la propiedad intelectual.
Antes de que Ortega y Gasset bautizara a las masas como “bárbaros sin espíritu”, era la Iglesia la que controlaba la maquinaria cultural. Más adelante, sin embargo, algunos intelectuales apartaron su visión crítica y apoyaron la perpetuación de las desigualdades (sociales y culturales). Ortega y Gasset, por ejemplo, comenzó apoyando la II República, pero terminó cayendo en una deriva semi-fascista, por el simple hecho de que no se le dio ningún cargo en el citado gobierno, algo que esperaba de todo corazón por ser “la voz del pueblo”, el intermediario entre los bárbaros y el mundo de las ideas. De nuevo, la relación odiosa entre el saber y el poder quedó al descubierto.
Cuando la libertad de pensamiento y la alfabetización ya no eran barreras para el avance de la cultura sobre la masa, los más poderosos se rasgaron las vestiduras, porque el conocimiento ha sido siempre un peligro para el orden establecido. Sin embargo, fueron rápidos, y se apoderaron de la baja cultura. En un sistema casi perfecto, por lo tanto, el Estado gestiona la alta cultura, dedicada todavía a un grupo selecto de pseudointelectuales (que van a la opera, adoran el arte moderno y escuchan música clásica). Para que el sector imparable de la cultura para los pobres (que por fin se han liberado –supuestamente- de sus cadenas y tienen libertad de expresión) no fuera un «descontrol», rápidamente el poder económico se apoderó de él. Es entonces cuando se crea la cultura para las masas, la del consumo rápido, la del best-seller de usar y tirar (como todo en la sociedad informacional).
Estamos, por lo tanto, en un callejón sin salida. La alta cultura es supuestamente sólo entendida por los intelectuales y la baja cultura no es cultura sino mercancía, que se compra y se vende al mejor postor, con la disminución cualitativa de los contenidos que ello supone. Pero su aspecto más criticable es que la cultura de los medios convencionales no es la de la gente común, la cultura de las masas no es de ellas, sino para ellas. Las clases populares siguen excluidas de este terreno, porque no somos nosotros quienes la producimos, sino los medios legitimados para ello, en una relación de poder (donde el receptor ocupa un rol claramente de sumisión ante el emisor). Pero la cultura es compartida, debe de producirse un retorno y no ser unidireccional, porque la unidireccionalidad es sólo propia de los totalitarismos. La cultura es libre, porque libera al individuo y sirve para su emancipación. Una cultura de masas mata a la inteligencia y a los intelectuales, que es lo que quería un franquista como Millán Astray. De la cultura común –que no necesariamente gratuita, como se dice por ahí- nos beneficiamos todos. Desde aquí, damos la vuelta a las palabras de Astray y decimos: muera el copyright, muera la SGAE, mueran los derechos de autor y la propiedad intelectual.
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miércoles, 9 de diciembre de 2009
La paz era una paloma (merodeada por buitres)
Quizás sea una de las palabras más utilizadas para justificar las más atroces barbaridades. Al mismo tiempo, es un brillante recurso elucubrado por demagogos, falsos demócratas y discutidores sin argumentos. Hablamos del término paz. Un concepto sobre el que se han tenido discusiones acaloradas e intensos debates desde el principio de los tiempos. Y es que ¿quién puede oponerse a que haya paz? Absolutamente nadie. De lo contrario, estaríamos hablando ante un fascista, un nazi, un violento por naturaleza que no ama a la condición humana. Según el discurso oficial, por lo tanto, es mejor una paz agónica y precaria que la incertidumbre de enfrentarse a un nuevo modelo.
La paz es utilizada descaradamente por los gobiernos y los medios de comunicación como un instrumento de legitimación social. Un modelo ideal de vida que marca lo que es bueno y deseable para el conjunto de la humanidad. Donde haya paz, todo vale. Cantaba Raimón de vegades la pau és un desert. Cuánta razón tenía. En 1984, la novela de George Orwell, el Gran Hermano aseguraba una guerra permanente contra estados inexistentes y ponía en la paz el ideal supremo al que había que llegar y para el cual todo el mundo debía colaborar. Desde esta perspectiva, nadie medianamente cuerdo podría oponerse a la paz, aunque tuviera que sacrificar cualquier cosa a cambio.
Hoy, lo que sacrificamos por la paz es nuestra libertad, nuestra privacidad y, muchas veces, nuestros derechos fundamentales. Las cámaras de seguridad se han extendido por doquier y prácticamente no podemos hacer nada sin ser controlados por ellas. Pero, cuidado, es por nuestra seguridad. Y entre seguridad y guerra, siempre gana la primera. La paz era una paloma, dice otra canción, esta vez del grupo vasco Soziedad Alcohólica. Una banda perseguida judicialmente por expresar en sus letras ciertas dosis de violencia y por cagarse –con perdón- en quien “no debieran”. Así, vemos como también sacrificamos nuestra libertad de expresión por la paz. ¿Qué somos, al fin y al cabo, si vivimos en una sociedad donde ni somos libres ni tenemos privacidad?
El pacifismo actual es una patraña. Aquellas y aquellos que enarbolan su bandera no se dan cuenta de que luchan por un ideal imposible, porque ya se lo ha adueñado el Estado del Bienestar, la sociedad del consumo. El capitalismo, en definitiva, ha sabido defender ciertas guerras con el ideal supremo del pacifismo incrustado. Ahora, los ministerios de la guerra –como dilucidaba Orwell- buscan la paz, con lo que ambos términos se confunden en una dicotomía legitimada. Contra un Sistema que utiliza selectivamente la violencia (a veces no física, pero sí una violencia invisible, aunque siempre dolorosa), si buscamos una paz verdadera, basada en la solidaridad y la justicia entre los pueblos, no puede ser por otro medio que no sea mediante la violencia.
El Estado de Derecho legitima el derecho a emplear la violencia, empuja al individuo a venderse como fuerza de trabajo, a la precariedad y al sometimiento dentro los límites establecidos. Mediante esa violencia estatal invisible, cientos de miles de personas se suicidan al año en todo el mundo y otras tantas mueren a causa de las “guerras por la paz”. Si queremos luchar por un pacifismo verdadero, construido sobre unas bases sólidas, no hay otro camino que no sea la revolución violenta contra todos los elementos que aún hoy, como antaño, siguen conformando ese ente depredador que es el poder.
La paz es utilizada descaradamente por los gobiernos y los medios de comunicación como un instrumento de legitimación social. Un modelo ideal de vida que marca lo que es bueno y deseable para el conjunto de la humanidad. Donde haya paz, todo vale. Cantaba Raimón de vegades la pau és un desert. Cuánta razón tenía. En 1984, la novela de George Orwell, el Gran Hermano aseguraba una guerra permanente contra estados inexistentes y ponía en la paz el ideal supremo al que había que llegar y para el cual todo el mundo debía colaborar. Desde esta perspectiva, nadie medianamente cuerdo podría oponerse a la paz, aunque tuviera que sacrificar cualquier cosa a cambio.
Hoy, lo que sacrificamos por la paz es nuestra libertad, nuestra privacidad y, muchas veces, nuestros derechos fundamentales. Las cámaras de seguridad se han extendido por doquier y prácticamente no podemos hacer nada sin ser controlados por ellas. Pero, cuidado, es por nuestra seguridad. Y entre seguridad y guerra, siempre gana la primera. La paz era una paloma, dice otra canción, esta vez del grupo vasco Soziedad Alcohólica. Una banda perseguida judicialmente por expresar en sus letras ciertas dosis de violencia y por cagarse –con perdón- en quien “no debieran”. Así, vemos como también sacrificamos nuestra libertad de expresión por la paz. ¿Qué somos, al fin y al cabo, si vivimos en una sociedad donde ni somos libres ni tenemos privacidad?
El pacifismo actual es una patraña. Aquellas y aquellos que enarbolan su bandera no se dan cuenta de que luchan por un ideal imposible, porque ya se lo ha adueñado el Estado del Bienestar, la sociedad del consumo. El capitalismo, en definitiva, ha sabido defender ciertas guerras con el ideal supremo del pacifismo incrustado. Ahora, los ministerios de la guerra –como dilucidaba Orwell- buscan la paz, con lo que ambos términos se confunden en una dicotomía legitimada. Contra un Sistema que utiliza selectivamente la violencia (a veces no física, pero sí una violencia invisible, aunque siempre dolorosa), si buscamos una paz verdadera, basada en la solidaridad y la justicia entre los pueblos, no puede ser por otro medio que no sea mediante la violencia.
El Estado de Derecho legitima el derecho a emplear la violencia, empuja al individuo a venderse como fuerza de trabajo, a la precariedad y al sometimiento dentro los límites establecidos. Mediante esa violencia estatal invisible, cientos de miles de personas se suicidan al año en todo el mundo y otras tantas mueren a causa de las “guerras por la paz”. Si queremos luchar por un pacifismo verdadero, construido sobre unas bases sólidas, no hay otro camino que no sea la revolución violenta contra todos los elementos que aún hoy, como antaño, siguen conformando ese ente depredador que es el poder.
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