Llegó dios y creó la cultura. Y las clases altas se apoderaron de ella. De las migajas, los pobres mortales, la gran inmensa mayoría no perteneciente a la bendecida burguesía, tratamos de crear la nuestra propia. No fue –ni sigue siendo- tarea fácil. Desde siempre, el estado de cosas quiso separar la alta cultura de la baja. La cultura de los eruditos, de los escogidos, la ínfima mayoría seleccionada genéticamente para alcanzar ese mundo de las ideas copado de saber (y poder). Tomando a los individuos por tontos, las clases dominantes lograron así apoderarse de un instrumento perfecto de dominación: restringieron el saber, se autodenominaron ilustrados y mantuvieron en todo momento su distinción con el vulgo ignorante.
Antes de que Ortega y Gasset bautizara a las masas como “bárbaros sin espíritu”, era la Iglesia la que controlaba la maquinaria cultural. Más adelante, sin embargo, algunos intelectuales apartaron su visión crítica y apoyaron la perpetuación de las desigualdades (sociales y culturales). Ortega y Gasset, por ejemplo, comenzó apoyando la II República, pero terminó cayendo en una deriva semi-fascista, por el simple hecho de que no se le dio ningún cargo en el citado gobierno, algo que esperaba de todo corazón por ser “la voz del pueblo”, el intermediario entre los bárbaros y el mundo de las ideas. De nuevo, la relación odiosa entre el saber y el poder quedó al descubierto.
Cuando la libertad de pensamiento y la alfabetización ya no eran barreras para el avance de la cultura sobre la masa, los más poderosos se rasgaron las vestiduras, porque el conocimiento ha sido siempre un peligro para el orden establecido. Sin embargo, fueron rápidos, y se apoderaron de la baja cultura. En un sistema casi perfecto, por lo tanto, el Estado gestiona la alta cultura, dedicada todavía a un grupo selecto de pseudointelectuales (que van a la opera, adoran el arte moderno y escuchan música clásica). Para que el sector imparable de la cultura para los pobres (que por fin se han liberado –supuestamente- de sus cadenas y tienen libertad de expresión) no fuera un «descontrol», rápidamente el poder económico se apoderó de él. Es entonces cuando se crea la cultura para las masas, la del consumo rápido, la del best-seller de usar y tirar (como todo en la sociedad informacional).
Estamos, por lo tanto, en un callejón sin salida. La alta cultura es supuestamente sólo entendida por los intelectuales y la baja cultura no es cultura sino mercancía, que se compra y se vende al mejor postor, con la disminución cualitativa de los contenidos que ello supone. Pero su aspecto más criticable es que la cultura de los medios convencionales no es la de la gente común, la cultura de las masas no es de ellas, sino para ellas. Las clases populares siguen excluidas de este terreno, porque no somos nosotros quienes la producimos, sino los medios legitimados para ello, en una relación de poder (donde el receptor ocupa un rol claramente de sumisión ante el emisor). Pero la cultura es compartida, debe de producirse un retorno y no ser unidireccional, porque la unidireccionalidad es sólo propia de los totalitarismos. La cultura es libre, porque libera al individuo y sirve para su emancipación. Una cultura de masas mata a la inteligencia y a los intelectuales, que es lo que quería un franquista como Millán Astray. De la cultura común –que no necesariamente gratuita, como se dice por ahí- nos beneficiamos todos. Desde aquí, damos la vuelta a las palabras de Astray y decimos: muera el copyright, muera la SGAE, mueran los derechos de autor y la propiedad intelectual.
jueves, 17 de diciembre de 2009
¡Muera la propiedad intelectual!
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1 comentario:
El tema és molt complex, Sergio: jo consumisc cultura clarament elitista (abomine del que consumeix la massa) però mal pagada als seus autors, per no ser massiva i exposada, per tant, a la desaparició (no tant, potser, perquè hi ha molta rotació) o a la assimilació en el sistema. Un atzucac, un cercle viciós i odiós.
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