(Publicado en Levante-EMV, edición La Costera-LA Canal)
Cuando iba al instituto, había un monstruo invisible que, de vez en cuando, se presentaba en clase y secuestraba a alguien para siempre. Le llamaban INEM y sus hurtos constantes dejaron al final a pocos con vida. Cuando oíamos que alguien había dejado las clases para “apuntarse en el paro”, un escalofrío nos recorría el cuerpo. Hoy comprendemos más ese miedo y qué es la escuela en realidad: un sistema de reciclaje que separa a los disciplinados de los incapaces de seguir un temario. Los primeros son los que pasan las pruebas que se van presentado, en forma de exámenes. Los segundos, los que no han podido aplicarse al orden monótono y aburrido de las clases y tienen que buscarse por sí mismo las habichuelas. Selección natural, lo llaman.
Su destino es otro estercolero: el paro. Un monstruo hoy más explícito que nunca y que se ceba especialmente con los jóvenes (tengan o no carrera). Podría citar a decenas de amigos de un círculo cercano que se hallan inmersos en esa espiral depredadora que llaman “desempleo de larga duración”. Tiran hacia delante como pueden, aunque es difícil en una sociedad que llama silenciosamente inútiles a quienes no tienen trabajo. Y no seamos ingenuos: culpar al actual gobierno puede desahogar la rabia, pero olvidamos que él es un siervo más de las verdaderas leyes que dominan el mundo: las del libre mercado. En la época de la globalización, quienes deciden nuestro presente son los mercados financieros, el FMI y ese animal depredador que llaman neoliberalismo.
Ya hace tiempo que los jóvenes sufrimos la cruel precariedad laboral, por las decisiones que un día tomaron gente como Tatcher o Reagan, y que sirvieron como precedentes para marcar toda una era de injusta dominación empresarial sobre las clases trabajadoras. Ellos tuvieron ideas como la flexibilidad laboral, los trabajos temporales o la precariedad salarial, hoy en día más en boga que nunca. Fueron los creadores de “la generación ni-ni”: una estela de jóvenes zombis sin cerebro, incapaces de encontrar estabilidad por los continuos bandazos del empleo al paro que sufren. A diferencia de nuestros padres, no tendremos nunca ni un hogar ni un empleo duraderos, y nos vemos atrapados en la dinámica de cambios acelerados que marcan la agitada locura en que se ha convertido nuestro tiempo. Perdidos, desamparados, sin capacidad de soñar con un futuro que nunca existirá, nos convertimos en carne de cañón para la rebeldía. Otro asunto es cómo cada uno sepa o quiera canalizarla.
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