Millares es un pueblo sin suerte. En los años 80 parecía un lugar con un futuro esperanzador y una economía en plena vitalidad. Tres acontecimientos terminarían con esa perspectiva halagüeña y precipitarían el descenso de la localidad hacia los infiernos. El declive comenzó en 1992, cuando cerró la fábrica que los hermanos Sáez Merino habían establecido allí en los años 40, constituyendo durante años la mayor fuente de estabilidad económica para sus vecinos. 200 de ellos se quedaron de buenas a primeras en la calle, y sin una perspectiva de futuro. Y, teniendo en cuenta que la población entonces no alcanzaba los 800 vecinos, uno puede hacerse una idea de la magnitud del suceso.
Dos años más tarde, en 1994, la mala racha del municipio continuó. Un brutal incendio asoló sus inmediaciones y siete habitantes perdieron la vida. El choque moral y emocional fue tan grande que agravó la situación de emigración puesta en marcha a principios de la década. El tercer acontecimiento del que hacíamos mención para explicar la decadencia de Millares es otra crisis, la de las granjas de conejos. En 2000, había 24 explotaciones cunícolas. Hoy sólo tres sobreviven. Causantes son las penurias del sector y un mercado que determina unos precios demasiado bajos como para garantizar estabilidad. 21 familias volvieron a quedarse sin empleo. Tres sucesos que explican por qué Millares se está convirtiendo en un pueblo fantasma, ante la dejadez institucional: hoy tan sólo sobreviven allí 300 vecinos diariamente.
Ahora los vecinos de Millares –como los de muchos otros municipios- ven con recelo la nueva ley promovida por el Consell, que pretende fusiones entre municipios de menos de 500 habitantes, con la intención de que éstos se integren en otros más grandes. Dicen los ideólogos de esta medida que los pueblos pequeños «no son rentables». La solución, desarticular toda su estructura jurídica y administrativa y profundizar más en su desaparición. Los vecinos de la mayoría de estos municipios no sólo se oponen a la propuesta, sino que cargan contra las autoridades autonómicas y estatales, porque son ellas verdaderamente quienes han promovido su desaparición, con su continua dejadez.
Desatendiendo los intereses rurales, haciendo caso omiso al desmoronamiento de las actividades productivas de lugares como Millares, y no promoviendo trabajos tradicionales que pudieran haber sido una dinamización en tiempos de crisis. Agricultores y ganaderos se quejan, así, de que ya no son tenidos en cuenta. Marginados totalmente, se ven condenados a un ostracismo imposible de sobrellevar, por la carencia de subvenciones. Y así, son muchos los municipios que no pueden sobrevivir, sin ningún tipo de actividad económica a la que acogerse.
El resultado final de todo el proceso es intencionado y promovido desde las instituciones: la urbanización de lo rural. El pueblo, unidad básica de funcionamiento y núcleo feliz de vida para miles de personas, no es rentable, hay que buscar nuevas formas de ordenamiento, aseguran. Lo bueno son las grandes ciudades, a las que asociamos el modernismo y lo cosmopolita, dicen. El pueblo, sin embargo, queda visto como un símbolo de atraso y pobreza.
Ese pensamiento cala profundamente en la población, y también en las autoridades. El consumo, la rentabilidad, está en los grandes núcleos poblacionales, en los que sin embargo, muchos nos sentimos perdidos, confundidos, solitarios. No se trata de contraponer las virtudes de los pueblos con las de las ciudades, pero lo que está muy claro es que los primeros deben sobrevivir, para que no perdamos de vista cuáles son nuestros orígenes, cómo nació la civilización humana. También nos recuerdan otros modos de vida, alejados del consumo desenfrenado y la cultura de la rapidez y la infelicidad que predomina en las sociedades contemporáneas. En los pueblos todo va a otro ritmo, y somos muchos y muchas los que necesitamos unos días en este ambiente tranquilo para sobrevivir al estresante mundo que nos acecha.
Dicen que fusionar pueblos responde a los intereses de austeridad de los gobiernos. Si es así, ¿por qué no se proponen otras soluciones más eficaces? Hablo de Diputaciones inefables que perfectamente podrían dejar de existir sin que nadie se diera cuenta, de rebajas de sueldo a las autoridades, de altos cargos y asesores que cobran del erario público o de la salvación económica de las entidades financieras a costa de los que verdaderamente pagamos la crisis: los ciudadanos de a pie. Si tienen dignidad, respeten a los pueblos, porque son la cuna de nuestra identidad. Destruirlos será destruir nuestros orígenes, las tradiciones y un pedazo de nuestra historia colectiva. Las comunidades de habitantes legítimamente constituidas tienen el derecho a contar con un autogobierno que les permita ser mínimamente decisorias de lo que pasa en el entorno más cercano. El futuro está en la descentralización, no en la centralización. La riqueza –y no hablo de riqueza precisamente económica- está en la diversidad.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario