En el mundo de hoy en día, la violencia nos atenaza. Es omnipresente. Se ha calculado que, al año, mueren 1,6 millones de personas en todo el territorio global como consecuencia de actos violentos. No hay comunidad ni país a salvo. Es un azote ubicuo que salpica a cualquier país, sin distinción de raza, sexo, edad o religión. El Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia es el único en España que mide las cifras de agresiones. En su último estudio, que analizaba los sucesos ocurridos en los primeros años del siglo XXI, se comprueban incrementos de agresiones en varios puntos. Pero lo más preocupante es la crudeza de algunos testimonios, que parecen volver al ser humano irracional.
La violencia que más escandaliza es la cometida por los menores. Hace unos días, una niña de 14 años mató a una compañera de clase por que ésta se había relacionado con su novio. Hace meses, unos chavales asesinaron a una mendiga rociándola con fuego. Grabaron el macabro acto en video y lo colgaron en Youtube, que se está convirtiendo en un auténtico escaparate del sadismo juvenil. ¿Qué nos está pasando? La decadencia del ser humano, dicen algunos. Es el momento en el que algunos tertulianos repiten las tesis de que la violencia es innata a la condición humana. Siguen a algunos etólogos, como Desmond Morris, que en El mono desnudo, quiso demostrar que todo ser humano lleva dentro una bestia inmunda que, en momentos extremos, aflora al exterior. En esa tesis también descansan numerosas obras, literarias o de la gran pantalla.
Para algunos, resulta estimulante pensar que la violencia no puede controlarse. Para otros, es la excusa perfecta par a justificar los actos violentos que nos atenazan. Numerosos neuorocientíficos se han apresurado a buscar el gen de la violencia en numerosos estudios que no han servido para nada. Como siempre en estos casos, los resultados no han sido concluyentes. No somos violentos por naturaleza. Lo que sí es cierto es que hay personas que poseen mayor condicionamiento genético hacia la agresividad. Pero la agresividad es un instinto más, necesario, que aflora como respuesta a un estímulo externo. Un niño violento es un niño que no sabe canalizar la agresividad. Alguien que siente frustración, miedo o ira por una serie de condicionamientos, y que no sabe como exteriorizarlos de manera efectiva.
La experiencia científica ha demostrado que, tanto o más que la predisposición genética, lo que más influye a la hora de definir si una persona se comportará de manera más o menos violenta, es el ambiente. Por eso es tan importante que un niño crezca en un ambiente sano, rodeado de los máximos cuidados y afectos posibles. Los psicólogos señalan la falta de amor real hacia el niño como principal motivación de su futura propensión a la violencia. Y es que el ser humano cuenta con un factor que ningún otro animal posee: la educabilidad (consciente). Frente al condicionamiento que domina a otros animales a lo largo de sus vidas, el ser humano es capaz de elegir, tiene autodeterminación. En definitiva, somos libres. Una mejor o peor educabilidad determinará el grado de propensión a la violencia de un niño.
Ahora bien, cabe plantearse si, en las condiciones actuales de vida, es posible educar en la paz. Numerosos tipos de violencia nos atenazan. La violencia mediática, que se desprende de las pantallas de cine y televisión y de los videojuegos. La violencia sexista, que deriva de la idea despectiva de considerar a la mujer en un rol inferior. La violencia deportiva, totalmente asimilada (como el sadismo de la fiesta nacional de algunos españoles, frente a los animales). Violencia política, manifestada cada vez que el poder ejecutivo utiliza fondos públicos para la malversación y la corrupción. Violencia estatal, cuando se tortura policialmente, se encarcela injustamente o se veja oficialmente desde las instituciones estatales. Violencia publicitaria, encarnada en la saturación de anuncios que sufrimos, incitándonos a la competitividad y al consumo desenfrenado y esquizoide. Violencia laboral, que nos condena a una vida precaria, con bandazos del empleo al paro, bajos salarios y malas condiciones de trabajo.
Son tantas las injusticias sociales bajo el capitalismo, que cuesta creer que en este sistema económico la violencia deje de existir. De hecho, el Estado, ente supremo de este sistema, es el principal interesado en que la violencia exista, y la institucionaliza, tiene su monopolio legal, sólo él puede usarla de manera impune. Es necesaria una auténtica revolución social que transforme los valores, la moral y la identidad de toda una sociedad para que una verdadera conviencia pacífica aflore verdaderamente. No es tan difícil: somos animales sociales.
Los últimos estudios históricos han demostrado que nuestros antepasados pre-históricos, pueblos nómadas recolectores y cazadores, y numerosas tribus de esta índole todavía existentes, tienen unos índices de violencia mínimos. Lo natural en el ser humano es la cooperación (como escribió Kropotkin: la ayuda mutua). La selección natural darwiniana en el ser humano se manifiesta en una propensión natural a ayudarnos unos a otro, como única forma de progresar y evolucionar. Pero la actual sociedad se basa en la competencia de unos frente a otros (potenciada desde la escuela), junto al cáncer del individualismo que ese egoísmo desmedido hacia lo material nos ha traído. Si continuamos por esta senda, la raza humana está condenada a la extinción.
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