miércoles, 6 de enero de 2010

Los que se bajaron




2009 ha sido un año trágico en cuanto al número de suicidios globales. La OMS ha contabilizado, por primera vez en la historia, más de un millón. Aunque los países pobres siguen encabezando la lista, lo más llamativo es el gran aumento producido en los países ricos. La crisis económica ha puesto en la palestra un problema endémico del que, sin embargo, a penas se habla, y que de hecho está relativamente prohibido en los medios de comunicación. Y lo cierto es que las perspectivas futuras no son buenas: el mismo estudio de la OMS determina que en 2020 ya serán más de 1.200.000 personas las que decidan acabar con su vida en todo el mundo. En Francia, el suicidio se ha convertido en 2009 en la tercera causa de mortalidad (por encima de los accidentes de tráfico). Es sobre todo en el país galo donde se pone de relevancia la estrecha relación entre el paro y el suicidio (destacando los 25 suicidios de empleados en France Telecom).

Las pocas ocasiones que se comenta el tema del suicidio, seguramente el por qué lo hicieron es la principal cuestión. ¿Qué lleva a una persona a quitarse la vida, a decidir que no vale la pena continuar? Ya hemos destacado el paro como uno de los principales motivos. Pero no podríamos continuar sin nombrar otro más abstracto: la pérdida de los valores identitarios en los países capitalistas. Bakunin sostenía que no se puede escapar a la identidad. Es algo inevitable. «Aquel que nace en una sociedad sacerdotal, será sacerdote; el que lo haga en una sociedad capitalista, inevitablemente será un capitalista», y así hasta el infinito. Es decir, a diferencia de lo que decían los idealistas, nacemos esclavos, dependientes de las condiciones de la sociedad en la que lo hemos hecho. Y es tarea nuestra el poner los medios a nuestro abasto para lograr la emancipación y alcanzar la libertad. Ahora bien, mucho se pierden por el camino. ¿Qué supone vivir actualmente en un sistema con economía liberal de mercado? En el plano personal, varios problemas, entre los que destaca, quizás, el individualismo. Bakunin ya alertaba sobre sus consecuencias en el siglo XIX, y no iba desencaminado. «El hombre aislado no puede tener conciencia de su libertad», escribió en Dios y el Estado.

Queramos o no, buena parte de nuestra sociedad se halla condenada al aislamiento más atroz. Nos dominan las identidades de usar y tirar, mudamos de traje como las serpientes, en función de nuestro propio interés, pero nos es cada vez más difícil encontrarnos a nosotros mismos y al otro, autocondenándonos a la soledad. El fenómeno hikikomori –los adolescentes japoneses que no salen de sus habitaciones alcanza la cifra de 1.200.000- se traduce en Occidente en la generación de los ni-ni (ni estudian ni trabajan). Los jóvenes de hoy en los países del Estado del Bienestar se abocan a un mercado laboral caracterizado por la flexibilidad, a un paro convertido en estructural. Como, según Ulrich Beck, «en una sociedad individualizada, los problemas sociales se convierten en fracaso propio», podemos hallar como la presión social por el hecho de que se reconozca nuestro trabajo (otra obsesión habitual) pueda conducir a desearse la propia muerte si nos hemos visto en una frustración significativa.

Pero la flexibilidad no es sólo laboral. La nueva modernidad nace amante de las continuas transformaciones. El compromiso y el sentimiento de pertenencia a un grupo o a una relación se desvanecen. Es difícil hacer amigos en el trabajo cuando se cambia tan rápido de empleo, de la misma forma que es complicado mantener una relación en el estado de deterioro en el que está el compromiso. Esa inestabilidad global resulta desoladora para muchas y muchos que, incapaces de seguirle el ritmo a la sociedad, se abstraen de ella. Y lo hacen mediante diversos caminos, que conducen a otros tantos problemas propios de los países ricos. El consumo de estupefacientes (13,3 millones de personas en el mundo son adictas), el aumento de las enfermedades mentales, así como el de las depresiones (más de 2 millones de depresivos en España), y, por supuesto, del número de suicidios. Todos ellos temas tabú y muy presentes a nuestro alrededor. Cada vez son más los que deciden bajarse del tren de la sociedad capitalista, posiblemente directa culpable de esa “masacre” (¿intencionada?) de los no aptos o los que no se adaptan a las pautas del Sistema.

Quizás resulta cínico aventurarse a culpabilizar al sistema económico actual de la muerte de todas esas personas, pero las cifras están ahí, y nos dicen que –en contra de lo que podría pensarse- aunque aumente el PIB de un país, el número de suicidios no precisamente disminuye. Fue, sobre todo, a partir de los 80, cuando se ejecutaron las reformas laborales en varios países, cuando el número de suicidios comenzó a ascender dramáticamente. No hay duda de que un sistema que potencia la competencia feroz en la jungla de las oportunidades perdidas, así como valores individualistas que nos dejan solos ante la inmensidad del mundo y la sociedad, es potencialmente autodestructor. Y lo es tanto en jóvenes como en adultos, en mujeres y hombres en proporciones prácticamente iguales. Para terminar, y por continuar con Bakunin, otra de sus míticas frases: «la única forma de lograr la emancipación del estado de esclavitud en que nace el hombre es la rebelión contra sigo mismo y contra la sociedad que lo ha visto nacer, porque un hombre no es libre hasta que todos los que le rodean lo son también».

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