Uno… dos… tres… cuatro… cinco… seis. Otro niño más ha muerto en el mundo por desnutrición. Cuando escribo esto la medianoche amenaza con volver. El término del día arroja una cifra todavía más agobiante: a lo largo de estas 24 horas habrán muerto un total de 72.000 personas en el mundo por esa misma razón: la falta de alimentos. Carencia que no es tal, o que, al menos no debería serlo. Basta con una visita a cualquier supermercado para darnos cuenta. Un vistazo por el recorrido de los alimentos, desde que se recogen hasta que se desechan. O, simplemente, un paseo por el territorio forestal: decenas de frutos se quedan en los árboles porque “no resulta rentables recogerlos”. De entre los que tienen el privilegio de ser recolectados, un gran porcentaje es retirado por no encontrar su sitio en el mercado.
Mercado, rentabilidad, desecho. Tres términos muy unidos, entrelazados en la cadena de desesperación que supone el sistema capitalista para un tercio del planeta. Ese tercio corresponde a un grupo de personas que son tratadas por el resto como desechos de los que se puede prescindir fácilmente. Son la escoria, los parias, aquellos que no encontrarán nunca cabida en el planeta, porque alguien ha decidido que así sea. Ellos tienen que existir para que el primer mundo exista. Para que los banqueros reciban sus ayudas ante la crisis, como bien ha resaltado Lula, son necesarias esas 72.000 muertes diarias. Lo más prescindible son, sin embargo, cumbres como la de la FAO, que comenzó ayer en Roma con promesas vagas y notables ausencias. Ni Zapatero ni Obama estaban en la mesa. Éste último se encontraba más ocupado negociando con China sus intereses económicos de crecimiento continuado.
El crecimiento. Esa lacra necesaria en la economía de mercado, causante de los “daños colaterales”, medioambientales y humanos. Algunos de esos hambrientos famélicos deciden huir de su país y tratar de retornar al primer mundo. Si les dejan pasar, se agrupan en guetos, donde siguen siendo lo mismo: parias olvidados, residuos humanos de la modernidad que más valiera que no hubieran nacido. Si no logran franquear las enormes alambradas de nuestro bienestar, son retornados o encuentran por fin su merecido final: la muerte en el mar o en las costas. Y con esa vergüenza pueden vivir los grandes líderes del mundo, esos políticos cargados de promesas y vacíos de sentido. Una vez más, pueden los intereses. Y el interés primordial de las grandes potencias no pasa por aumentar su ayuda al desarrollo (anclada en ese vergonzoso 0,7) o destinar algo de dinero para esas 1.020 millones de euros que, según la FAO, pasan hambre en el mundo. El interés no es decrecer, que sería la única alternativa factible para hacer retroceder la pobreza y el deterioro del medioambiente.
Mientras Occidente se desentiende del hambre en el mundo y apuesta por las ayudas a las entidades financieras y a las grandes empresas –que fomentan el deterioro de los países pobres con la descentralización de su producción-, nuevos residuos humanos se abocan sin remedio al cubo de los desperdicios. Los 20.000 millones de euros que prometió el G-8 no están ni mucho menos garantizados, Italia ha reducido su ayuda en un 50% y la indigencia aumenta día tras días, incluso en los países ricos. No es posible transmitir esperanzas mientras el sistema capitalista siga vigente. Hay que ser realistas, pedir lo imposible. Y no podemos pedir lo imposible mientras sean los gobiernos del primer mundo los que decidan sobre todo el planeta. No puede ser Obama el que influya en la política de los países pobres. Tenemos que ser nosotros, los ciudadanos, los que ayudemos a derrocar el sistema de desigualdades e injusticias, perpetuado durante siglos.
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